Era el día de su primera comunión. María era aplicada y había aprendido de memoria las oraciones que las monjas le enseñaron: “Dulce madre, no te alejes, tu vista de mí no apartes”. Sus dos hermanos estaban terminando de vestirse cuando ella, con el misal en la mano, salió al pasillo. Uno de los padrinos se acercó, puso la mano izquierda en el hombro de la niña y con la derecha acarició su mejilla, su frente, su cabello ensortijado: “Te voy a esperar. Eres tan bonita, que serás mi mujer. Cuando seas grande, me voy a casar contigo”. La emoción de María se transformó en miedo.

La expectación por la ceremonia en que recibiría a Jesús por vez primera se diluyó. La niña sintió el terror de la amenaza. Un chorrillo caliente bajó por sus piernas hasta mojar las tobilleras con encaje.

Conocí a María en el hospital. Su hija y mi hijo eran atendidos por el mismo pediatra, necesitaban diferentes operaciones. Las dos madres pasamos horas en la sala de espera, hablando de asuntos confidenciales: en momentos así, bajas la guardia, te quitas todas las máscaras, te despojas de disfraces y hablas desde el corazón.

Aquel tipo fumaba mucho y desde entonces María odia el olor del tabaco que se impregna en la ropa. Todo lo que le recordara al hombre le activaba botones de pánico. A medida que ella crecía, las miradas de él se hacían más atrevidas, la abrazaba con mayor fuerza. Ella le advirtió muchas veces que avisaría a sus padres. Él contestaba que ellos le habían dado permiso. María le creyó: ¿cómo no hacerlo? Sus mayores le ordenaban cómo pensar y qué decir.

Por años, María deseó no crecer, para no ser sometida a la tortura de aquel matrimonio. Al llegar la adolescencia, aunque el verdugo estuviera casado, ella trató de ocultar sus formas de mujer. Algo en su interior le aconsejó comer de más. Hoy, su cuerpo sufre un sobrepeso que ella formó con grasa: capas de protección ante las miradas masculinas.

Cada quien sabe dónde se activan sus botones de pánico, cuáles son los gatillos que ponen en marcha los mecanismos de defensa ante las amenazas del exterior. Habrá quienes tengan miedo a la oscuridad, a los robos, a hacer el ridículo, a hablar en público. Mujeres que no estudiaron por temor a los profesores, hombres que se quedaron en un empleo mediocre para no enfrentar el riesgo de triunfar.

La situación en el mundo tampoco es de gran ayuda: conflictos entre potencias, invasiones y guerras a países que son graneros, una pandemia que ha provocado millones de pérdidas humanas.

Por tanto, cada uno construye su pared, para tratar de aislarse de los peligros. Con juicios y prejuicios, en casas protegidas por alambre de púas, cercas con electricidad y cámaras de vigilancia.

Sin embargo, las paredes tienen grietas. De vez en cuando, entre los bloques de piedra que nos protegen se filtran rayos de sol, se abren ventanas que muestran un paisaje. El cielo cambia de color y el horizonte se ilumina.

Pienso en María y en mujeres como ella, que sufrieron amenazas a su integridad, algunas de las cuales fueron cumplidas. Me asombra que hayan adquirido fuerzas para salir adelante, estudiar, trabajar, llevar a los niños al colegio.

Nuestros hijos salieron bien de la cirugía. María y yo nos enviamos saludos por mensajes de texto. La vida sigue.

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