Los árboles de un bosque tienen un lenguaje propio. Ésta es una verdad aceptada por biólogos, ecologistas, forestales y naturalistas. En este momento, hay miles de especialistas tratando de descifrar los códigos de esta comunicación que sostienen los árboles por encima de la tierra, a través de sonidos, aromas, señales y vibraciones. Por debajo, las raíces se tocan, se envían mensajes a través de hongos y movimientos de tierra para fortalecer su comunidad, enriquecer el suelo, apoyar el desarrollo de los jóvenes y permitir la muerte de los viejos, para que sus cansados troncos se reintegren al humus y nutran el hábitat donde todos viven.

David G. Haskell, biólogo de origen británico, ha escrito libros revolucionarios, que cambiaron la forma de ver la naturaleza. En español, se encuentran los títulos Las canciones de los árboles y En un metro de bosque.

Durante unos meses, viví en una casa construida por troncos, en el corazón de un bosque húmedo de coníferas, entre Eugene y Springfield, en el estado de Oregon, Estados Unidos. En mi estancia, llovió todos los días, una llovizna suave que dejaba un relente suspendido en el aire. Mi mirada tuvo que acostumbrarse a la penumbra provocada por las ramas de los árboles que en algunas partes no dejaban pasar los rayos del sol hasta el piso. No hacía falta colgar cortinas: todas las ventanas tenían una vista de troncos y agujas de pino. En algunos tramos de carretera, los leñadores talaban la parte baja de los pinos para construir un túnel por donde pasaran los coches. Aprendí a caminar entre charcos y lodo, a respetar el terreno de los osos y a contener el aliento cuando los ciervos atravesaban con elegancia los claros del terreno.

Los filósofos del naturalismo hablaban de la necesidad de leer en el gran libro del mundo. Insistían en ver lo que nos rodea para comprender los idiomas no humanos: desde las estrellas hasta los habitantes de los reinos vegetales.

Nuestro cuerpo se asemeja a un bosque. Dice el poema “Entre tres árboles”, de Alberto Ruy-Sánchez: “Me pierdo entre tus brazos / y tus piernas / como quien se hunde / en un bosque / del tamaño de la noche / que comienza. // Perdido en ti / te encuentro. // Tu mirada me guía / de tus bosques / hacia tus mares. / Tu olor me envuelve / y me anticipa / lo que es / estar en ti, / entre los muros movedizos / de tu cuerpo: / en esa cámara obscura / donde me inicias / al deslumbramiento”.

El español Fernando Valverde, granadino, nacido en 1980, fue considerado por cien críticos el poeta más relevante en lengua española nacido después de 1970. Su poema “Celia” (lindo nombre, así se llama mi mamá) está dedicado a una niña recién nacida: “No conoces la lluvia ni los árboles, / pero ya eres un bosque. // Hoy que comienza el mundo para ti, / que se pueblan tus ojos con el mar, / que todos te reciben como en una estación / donde se espera siempre, / que es principio y asombro, / mapas que no aseguran un lugar donde ir. // Hoy que el mundo comienza, / tristeza inadvertida, / eres el tiempo limpio, / el olor a madera y el silencio, / las preguntas sin sombras / y el amor sin orgullo del que ha perdido todo”.

Afortunados los niños que tienen quien los tome de la mano para atravesar el bosque.

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