Hoy hace cuatro años ocurrió una tragedia en Iguala que no tiene precedente en la vida reciente de nuestro país. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa nos ha marcado para siempre y ha dejado un profundo dolor en la sociedad mexicana. Por si esto fuera poco, hay que agregar la rabia que nos ha dejado el saber que, en esos hechos, los principales responsables son autoridades que están para proteger a los ciudadanos; autoridades que, por cierto, no sólo fueron omisas, sino que, todo parece indicar, fueron autores directos de una agresión brutal en contra de jóvenes estudiantes.

A la tragedia por la desaparición de los alumnos de Ayotzinapa, hay que agregar la falta de credibilidad en el resultado de la investigación que llevaron a cabo las autoridades competentes. A cuatro años de distancia, son muy pocos los que creen en la pregonada verdad histórica. El daño a la imagen de nuestro país en el ámbito internacional —ya de por sí muy deteriorada en materia de derechos humanos— ha sido mayúsculo.

En junio pasado, en una decisión histórica, un Tribunal Colegiado del Poder Judicial de la Federación, ordenó la creación de una Comisión de la Verdad para reponer la investigación del Caso Ayotzinapa. Integrantes del que será el próximo gobierno han manifestado su acuerdo con esa decisión. Sin duda, se trata de un tema polémico; sin embargo, la gravedad del problema, el dolor, la indignación que ha provocado y la zozobra por conocer el destino de los 43 jóvenes, me hace pensar que ahí puede estar la salida a este muy penoso caso para que nunca más pueda darse otro Ayotzinapa.

Lo acontecido hoy hace cuatro años en Iguala nos debería llevar a un proceso de reflexión nacional respecto de lo que estamos viviendo en nuestro país. Se me vienen a la mente por lo menos tres temas:

El primero es la urgente necesidad de trasformar de raíz nuestro sistema de justicia. Lo que le duele a México, la herida que está abierta desde hace muchos años, es la ausencia de instituciones confiables que protejan al inocente del abuso y castiguen a quien viola la legalidad. Ayotzinapa es el más reciente caso en el que un poder fáctico, sin otra ley, más que la violencia irracional, agrede a la sociedad. Es hora de poner límite a esos poderes que amenazan nuestra viabilidad como nación y esto sólo puede y debe hacerlo el Estado, con determinación y firmeza, transformando su aparato de justicia.

El segundo tema es el blindaje de nuestras instituciones democráticas en contra del poder corruptor de las bandas del crimen organizado. Desde hace mucho tiempo se vienen dando señales de alarma que no han sido atendidas. Autoridades locales de todos los signos partidistas han claudicado, por temor o por contubernio, ante el poder de las organizaciones criminales, es hora de tomar medidas urgentes y contundentes. No podemos permitir que la democracia, que tantos años y esfuerzo costó construir, sea capturada por los tentáculos del crimen organizado. Es hora de limpiar la casa, cueste lo que cueste.

El tercer tema es la necesidad de unir esfuerzos en esta tarea. Es indispensable que esos esfuerzos no se vean limitados por cálculos políticos o por intereses particulares para que realmente se vaya a fondo en la lucha contra la corrupción y la impunidad. Además, se debe contar con la participación de todos los actores de la sociedad. En la necesidad de contar con instituciones que puedan aplicar la ley y garantizar la seguridad y la convivencia social pacífica no debe haber espacio para regateos. Esa es la inaplazable reflexión nacional.

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