La reforma electoral de 1996 ha sido la más completa y ambiciosa. Fue el resultado de un largo, complicado y fructífero proceso de negociación entre las principales fuerzas políticas. Edificó la autonomía completa del IFE para lograr la imparcialidad del órgano electoral; generó condiciones equitativas de la competencia activando dos importantes palancas, el financiamiento a los partidos y su acceso a los medios de comunicación; construyó un sólido conducto para procesar el contencioso electoral, el Tribunal adscrito al Poder Judicial; diseñó las fórmulas de integración de las Cámaras del Congreso que siguen vigentes y democratizó el gobierno del entonces Distrito Federal, estableciendo la elección del Jefe de Gobierno y los jefes delegacionales y multiplicando las facultades de la Asamblea Legislativa.

En todo momento se trató (y logró) que fuera una reforma producto del acuerdo. Se entendía que debía ser el basamento para la competencia de la diversidad política y por ello era necesario tener el respaldo de los “jugadores”. Fueron casi dos años de debate, negociación, interrupciones, tensiones y al final acuerdos. Por consenso se reformó la Constitución y la mayor parte del Cofipe, y al final dos asignaturas hicieron que las últimas votaciones no contaran con el apoyo de todos.

Fue necesario crear un clima propicio para que los partidos se sentaran a la mesa. Convenía a todos, pero los resquemores no eran menores. En el discurso de toma de posesión el presidente Ernesto Zedillo dijo: “México exige una reforma que, sustentada en el más amplio consenso político, erradique las sospechas… que empañan los procesos electorales… Todas las fuerzas políticas, todas las dirigencias partidistas, todas las organizaciones sociales pueden y deben contribuir a que dejemos atrás, para siempre, las dudas y las controversias sobre la legalidad electoral…

Debemos estar dispuestos a tratar todos los temas… Nuestro propósito común debe ser que las elecciones de 1997 sean indiscutibles y que todos quedemos satisfechos… independientemente de los resultados”.

Luego, el presidente acudió a las Cámaras y sostuvo encuentros con los legisladores de todas las bancadas, y el 17 de enero de 1995 se firmó un “Acuerdo Político Nacional” por todos los partidos. En la firma de ese acuerdo el presidente, que rubricó como testigo, dijo: “La democracia no puede ser impuesta por un gobierno, por un partido o por una corriente ideológica; la democracia debe construirse con el concurso de todos… debe satisfacer a todos para que sea respetada y cuidada… Llegaremos sólo mediante el pleno consenso”.

Dos semanas después se instalaron las mesas para la reforma político-electoral. Fueron precedidas y acompañadas de diversos foros de análisis y propuestas de diferentes colectivos. No fue sencillo forjar los acuerdos, pero como ya se dijo, para fines de 1996 la reforma fue aprobada, y las elecciones que le siguieron contaron con una legislación favorable a la coexistencia de la pluralidad y avalada por ésta.

Hoy, hemos observado lo contrario. Unas reformas legales que prescindieron ya no digamos del acuerdo sino incluso de la deliberación y la consulta, que en la Cámara de Diputados fueron aprobadas el mismo día de su presentación solo por los partidos de la coalición gobernante, como si los otros cuatro no existieran, cuya única finalidad fue ahorrar, y en medio de un discurso presidencial que no asimila que está obligado a vivir con otros.

Profesor de la UNAM.

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