El paso del tiempo es un proceso fascinante, ya sea en la Física o en la Neurociencia. Es sorprendente que almacenemos en algún lugar del cerebro rostros, nombres, datos, emociones, lugares, colores, sabores, texturas, voces, sonidos, olores, conceptos, y que vengan a nuestro presente en fracciones de segundo, para saber dónde hemos visto a esa persona, quién es, a qué se dedica, y responder en forma rápida a su saludo, sin que se haya percatado de todo este mecanismo.

El ser humano recuerda mejor acontecimientos con una fuerte carga emocional. Por eso se recomienda a los profesores que hagan experimentos con estudiantes de primaria que les lleven a la felicidad de conocer algún hecho científico, a través de juegos o actividades creativas. Mientras más felices sean los chicos al aprender, más se consolida el aprendizaje en el cerebro.

Hace años supe de un experimento realizado por investigadores de la Universidad de Oregón en Corvallis. Se trataba de reemplazar en la memoria inmediata, sucesos traumáticos por recuerdos felices. Los sujetos de los experimentos eran personas que habían tenido experiencias atroces, como soldados veteranos de las guerras en Oriente Medio que habían visto morir a sus compañeros, o que habían sufrido la amputación de miembros. Por no hablar de quienes habían matado a los enemigos.

Los científicos de Corvallis trataron a pacientes que vivían el síndrome de estrés post-traumático. Digamos, por ejemplo, que una niña tiene terribles recuerdos de la vida familiar debidos a la violencia. Si fue víctima de malos tratos, será muy difícil que en adelante confíe en los adultos, y cuando crezca será  insegura.

Pero se pueden “recorrer” esos malos momentos a lugares de la memoria más alejados de la vida cotidiana, y sustituirlos, en la mente, con recuerdos agradables: algún amigo de la escuela, el sabor de un dulce, una canción alegre, el descubrimiento de algo interesante, la lectura de un buen libro. Poco a poco van sanando lo suficiente como para volver a confiar en alguien, o vivir sin que el pasado aceche como un monstruo.

Los recuerdos del ayer tienden a ser nostálgicos, a despertar nuestra parte sensible. En palabras de Mario Benedetti: “Ayer pasó el pasado lentamente / con su vacilación definitiva / sabiéndote infeliz y a la deriva / con tus dudas selladas en la frente // ayer pasó el pasado por el puente / y se llevó tu libertad cautiva / cambiando su silencio en carne viva / por tus leves alarmas de inocente”.

Neruda dice, en el poema 6 de los 20: “Te recuerdo como eras en el último otoño. / Eras la boina gris y el corazón en calma. / En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo. / Y las hojas caían en el agua de tu alma”. Muchos de los poemas del autor chileno tienen que ver con recuerdos. El enamorado recuerda a la amada con palabras de melancolía.

En el siglo IV de nuestra era, un filósofo del norte de África que ha pasado a la historia como San Agustín, se preguntaba: ¿cómo pueden ser a la vez el pasado y el futuro, cuando el pasado ya no es, y el futuro todavía no es? Y su respuesta era: “Si el presente fuese siempre presente y no se convirtiera en pasado, no sería tiempo, sino eternidad”. Esa eternidad, en sus palabras, es Dios.

Citaré a Carl Sagan, quien describió lo que llamaba “La persistencia de la memoria”, donde define que tenemos tres elementos para recordar: los genes, el cerebro y los libros. “Un libro es algo asombroso [...] Con una mirada, ya estás dentro de la mente de otra persona, quizá alguien muerto hace miles de años. A través de los milenios un autor te habla directamente, con claridad y silencio dentro de tu cabeza. Escribir es la más grande invención humana, une a personas que no se conocieron, ciudadanos de épocas distantes”.

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