Conocer a Arrigo Coen Anitúa fue uno de los sucesos más memorables de mi paso por el sector público, donde durante parte de los 90 me desempeñé como editor de las publicaciones del entonces Centro de Informática Legislativa del Senado (Cilsen), hoy convertido en el Instituto Belisario Domínguez. Debido a su estrecha amistad con José Antonio Padilla Segura, fundador de ese organismo, el destacado filólogo era visitante frecuente del inmueble de Patriotismo 711, en la CDMX.

Fue precisamente Padilla Segura quien, con muy buen tino, me sugirió que este destacado lingüísta de origen italiano impartiera un taller semanal a los integrantes del equipo que elaboraba las revistas del centro. Más que lecciones formales, se trataba de una serie de charlas salpicadas de anécdotas y humor, donde la cuestión central no siempre era el lenguaje. Con frecuencia, salían a relucir la música y la comida, asuntos que también apasionaban a Coen Anitúa, fallecido al igual que Leopoldo Gutiérrez hace precisamente una década ().

Qué aleccionadoras resultaban las sesiones donde el maestro llevaba, en casetes, música ejecutada por su madre, la contralto Fany Anitúa, quien llegó a interpretar a Wagner en la Scala de Milán. O aquellas otras veces cuando, entre verbos y preposiciones, nos recomendaba platillos y restaurantes. Por cierto cuando abordaba este tema, salía a relucir, con asiduidad otra clase de ópera, también muy provechosa para el espíritu: el restaurante bar  de ese nombre que se encuentra ubicado en Filomeno Mata y Cinco de Mayo, en el Centro Histórico de la CDMX. Eso  me encantaba por razones tanto culinarias como consanguíneas.

(En el bar La Ópera, mi padre, Fernando Gurrea Morales, trabajó durante 33 años; 23, como mesero, el resto como socio. Hay dos motivos de orgullo familiar: uno, su longevidad, pues falleció  a los 98 años en completa lucidez, pero también su aparición en algunas de las películas filmadas en aquel lugar como La generala y El complot mongol.)

Llegado a este punto, Arrigo comenzaba a disertar sobre whisky, vino, calamares rellenos en su tinta o pintxos de gamba. La referencia a cualquier palabra era propicia para que saltara su erudición: “Por cierto, ¿saben de dónde proviene la palabra whiskey?”, y sin esperar respuesta comenzaba un sabroso monólogo: “Pues del viejo irlandés uisce bethad, que literalmente significa agua de vida, término a su vez derivado del latín aqua vitae, quizá porque el aguardiente se usaba en algunos casos como medicina o, más probablemente, por sus efectos euforizantes. Por semejante razón se puede explicar lo de bebidas espiritosas, ya porque se volatizan, ya porque devuelven el espíritu a quien las ingiere…”.

Otra dinámica del taller era cuando abríamos los diarios del día, escogíamos una nota, Arrigo seleccionaba una palabra y, lejos de cualquier solemnidad, nos explicaba su origen. “Guaruras: las comunidades tarahumaras tienen representación en una especie de senado entre los que se escoge un gobernador. Por su dignidad, a estos senadores se les llama grandes. Grande en tarahumara se dice wa’rú, y al gobernador, el mayor o más grande entre ellos, se le designa wa’rura. Cuando el presidente Díaz Ordaz hizo una visita a esas comunidades, el grupo de gobernadores se adelantó a presentarle sus respetos: ‘Sed bienvenidos, tú y los demás wa’ruras que te acompañan’, creyendo que los integrantes de su cuerpo de seguridad eran miembros de su gabinete”.

A veces también se abocaba a cuestiones que tenían que ver directamente con nuestro trabajo. Así, una sesión al mes la dedicaba a la minuciosa revisión de la revista y de la gaceta editadas por el Cilsen. En aquellas ocasiones no sólo nos indicaba con detalle cuáles habían sido nuestros gazapos, sino además nos sugería el uso de los términos más precisos y adecuados. “No utilicen membresía, vil y servil adopción y adaptación del inglés membership. La voz análoga correspondiente a miembro tendría que ser membría, palabra impecablemente pergeñada, pero que no es complicada ni está falseada y, ¡claro!, por eso no gusta a los que necesitan que el término suene al que están acostumbrados a oír…”

Aunque el viaje intelectual con Arrigo  fue breve, pues luego de un  año Padilla Segura (también ya fallecido, pero en 2012) se lo llevó como asesor a la entonces Asamblea de Representantes del DF, entre quien esto escribe dejó una marca indeleble. Su intensa pasión por el buen decir y el buen escribir (práctica hoy tan desdeñada)  sólo se compara a la que el maestro nacido en 1913 en Pavia, Italia, mostraba por la vida.

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