Hubo un tiempo en el que el uso del correo postal fue una de las formas más eficientes para la comunicación por correspondencia y como antecedente de la moderna paquetería que hoy nos sorprende a muchos por su rapidez.

Antiguamente no se contaba con la infraestructura y era  digno de reconocimiento la manera en cómo se hacían llegar mensajes escritos que significaban mucho tanto para quien los emitía como para quien los recibía, así como en ocasiones de trascendencia para toda una familia.

Por aire, mar o tierra, el correo o correspondencia viajaba  de su origen hasta su destino y de una manera especial estrechaban vínculos o permitía establecer relaciones de negocios o muchos otros propósitos.

El oficio de los carteros, hoy aún vigente pero en peligro de extinción, sigue siendo muy significativo, en  especial para quienes reconocemos el valor que ha tenido al paso del tiempo y que hoy día se sustituye por los avances tecnológicos que han modificado radicalmente los medios de comunicación que finalmente han hecho desaparecer la distancia y el tiempo de espera que eran factores de singular importancia en aquella época que se va desvaneciendo como ocurre con las cosas que entran en desuso, aunque en realidad ha evolucionado para transformarse en el correo electrónico que conocemos hoy día y que ha abierto espacios a nuevas aplicaciones de mensajería en tiempo real que han evitado para bien el exceso en el uso de papel impreso.

Pero mirando hacia atrás en la memoria, una de las actividades que me fascinaba realizar desde los doce años, cuando comencé a trabajar en el negocio familiar

“La Ciudad de México” era ir temprano con mi padre y posteriormente ya como una tarea asignada, a la oficina de correos y llegar al apartado postal número 40, una pequeña puerta metálica cuadrada de alrededor de quince centímetros por lado y una caja de madera abierta en el fondo de unos 25 centímetros de profundidad, que tenía una cerradura de llave y donde cada día se colocaba la correspondencia que consistía en cartas, facturas, promociones, comunicados, y mucha información más que significaba siempre un descubrimiento.

Las cartas personales que recibía eran un detonador de emociones acompañadas del placer de leer lo que alguien escribía y que de alguna manera construía un vínculo de mayor intimidad, cuando la distancia establecía sus condiciones con la claridad y la severidad hoy inexistentes.

Había ocasiones que en esa correspondencia llegaba algún aviso de paquetería que se recogía en aquellas mismas oficinas de correos instaladas en lo que hoy es el museo de Arte de Querétaro y que posteriormente se movieron a la calle de Arteaga.

En esa paquetería pequeña siempre se escondían cosas agradables, pues regularmente contenía folletería, muestras de mercancías, postres, calendarios y un amplio etcétera de novedades. Casi todos los días hábiles, con algunas excepciones, ese apartado postal estaba repleto de sobres con documentación que tenía que ver con el negocio y, afortunadamente, otros días contenía esas cartas que tuvieron mucho significado y que le otorgaban una enorme relevancia a ese apartado postal número 40, que forma parte de mis mejores recuerdos, en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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