Pocas veces se analiza la cuestión del antipopulismo. La mayoría de los debates actuales se limitan a discutir en torno al populismo; casi siempre, identificándolo como defecto o fracaso de la democracia. Sin embargo, antipopulismo y populismo históricamente han sido dos prácticas entrelazadas que se fortalecen mutuamente. Incluso, ambos coinciden en utilizar la idea de “pueblo”, pero con un manejo ideológico distinto.

Tal y como la palabra lo indica, el antipopulismo se opone al populismo. En la experiencia esto significa que quienes representan esta vertiente no proponen un proyecto político, sino que se nutren de refutar las acciones que realiza a quien identifican como su “enemigo”, al que denominan “populista”.

Aquí, la distinción entre adversario y enemigo es importante. Asumir al oponente como adversario implica reconocerlo como sujeto de deliberación con el que es posible establecer acuerdos en beneficio del bien común. En cambio, tratar al antagonista como enemigo entraña la anulación de toda posibilidad de diálogo y enfoca la acción a su destrucción en el escenario político.

De algún modo, lo anterior explica por qué los discursos de odio son utilizados por sectores antipopulistas como parte de la estrategia dirigida a demoler al presunto enemigo. Anular al contrincante y borrarlo del espacio público, mediante una narrativa que descalifica y niega la existencia del adversario, se convierte en objetivo central del antipopulismo porque no se trata de mejorar un proyecto, sino de imponer otra lógica del poder.

El problema es que la democracia sin adversarios carece de sentido; mutaría en una especie de totalitarismo, cuyo carácter se supone rechaza el antipopulismo.

En esta confrontación, los antipopulistas declaran populista a todo proyecto político que vulnera sus intereses, aquel que pone límite a los privilegios de la élite política, económica y financiera.

No obstante, una paradoja incómoda atraviesa al antipopulismo. Por una parte, desprecia a un amplio sector de la población a la que considera vulgar, de mal gusto; sin urbanidad o civismo; y, de origen indígena, o de bajos recursos.

Pero, al mismo tiempo, tiene que recurrir a ella para obtener el voto y legitimar su ascenso a posiciones de representación popular.

Resulta interesante que, en medio de descalificaciones mutuas, antipopulistas y populistas apelan a instituciones electorales para legitimar su ascenso al poder de gobierno. En algún sentido, ambos apuestan por mantenerse dentro del marco democrático.

A modo de utopía. México no necesita antipopulistas dedicados a estigmatizar de populista al gobierno en turno, sino de una clase política capaz de construir en la deliberación un mejor proyecto de país. Requiere de una clase política alejada de discursos de odio y dispuesta a edificar una vida digna para la población; una existencia basada en el principio del respeto a toda persona o grupo que piense y opine diferente. Un territorio en el que los discursos de odio, cuyo grito no es más que un deseo de poder que no se tiene, un gemido de mudos y discursos ciegos, se transformen en la invención de un mundo incluyente y justo.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

Google News