Cuando  el escritor colombiano Andrés Caicedo recibió la copia impresa de su primer y única novela “¡Que viva la música!” (Cali, 1977), ese día se quitó la vida. Tenía 25 años y sintió que ya no tenía nada más bueno que decir.

Caicedo era una promesa de la letras y la única figura que le pudo haber hecho sombra la literatura cursi y de mariposas amarillas de Gabriel García Márquez, alias Gabito.

Vivió y murió como los grande rockero y actores de cine, aquellos que aplicaron la máxima de “muere joven y deja un bonito cadáver”, como Monroe, Dean, Hendrix o Joplins, Cobain y muchos más.

Con su temprana desaparición la cultura latinoamericana también perdió mucho, demasiado, para ser precisos.

Pero tal parece que nadie tiene el derecho de quitarse la vida así, porque se quiere, por puro gusto o disgusto. Quitarse la vida porque se le antoja a uno, así nada más, sin mediar tragedia, como si fuera una forma muy determinante, extrema, de festejar el éxito obtenido.

Digo lo anterior porque con el suicido de Caicedo su libro se convirtió en un clásico que pocos quisieran recordar, un libro temerario, de mal agüero. Libro maldito, manchado con la muerte de una vigorosa mente que decidió dar por terminada sus carrera, sin mediar explicaciones y sin dar oportunidad de discusión alguna.

¡Que viva la música!, es la gran novela sobre la salsa colombiana, la música de Cali en especial. Texto que nos recuerda que antes que la multimedia, el 3D y los audiolibros, se escribieron textos con una musicalidad en sus letras y en su lenguaje.

En ese terreno despunta también Pasto verde y El Rey criollo de Parménides García Saldaña, el mismo que un día fue a la casa de Octavio Paz y por ser un poeta ñoño y alzado le tronó los vidrios de las ventanas de su casa y luego se fue a seguir la borrachera a otra parte. Parménides García Saldaña otro suicido, pero en modo distinto. Pero esa es otra historia que luego contaré.

En las páginas de ¡Que viva la música!, la música y diálogo se mezclan, música y placer impío se confunden, música y pecado son lo mismo, música y violencia dan por igual.

A principios del año La editorial Debolsillo lanzó una edición especial y conmemorativa del libro y pasó si pena ni gloria por los estantes de las librerías, como pasan muchos grandes libros.

Caicedo era un poco tartamudo y de cabellos largos, medio amanerado, medio andrógino, medio distraído y medio reventado, medio poeta y medio melómano. Fue ser extraño y solitario, era tímido y no soportaba la estupidez humana, viniera de donde viniera.

Caicedo fue un cinéfago (no cinéfilo) y fundó el cine club en su Cali, ciudad querida y odiada por igual, donde pasaban películas raras y en blanco y negro.

Era bueno para emprender proyectos que no dejaban dinero y destinados siempre al fracaso absoluto, como el grupo literario Los dialogantes.

Sabía tanto de la salsa de Cali, más que los propios salseros y más de cine que muchos de los cineastas que pertenecieron a su generación.

Andrés Caicedo no se despidió y tampoco dejó una nota suicida, aunque ya antes había dicho que después de escribir y publicar lo que le daba sentido a su vida ya nada bueno esperaba de esa misma vida

Contó el mismo que fue poeta y no bailarín gracias al destino: “Soy un poeta. Cuando tenía 12 años fui a mi primera fiesta y cuando me tocó bailar por primera vez en mi vida.  Me fui muy mal. No me cogió el pasó, y me dejó ahí. Y yo fresco. Pero pienso que si me hubiera cogido el paso, ahora yo sería bailarín y no poeta”.

Andrés Caicedo fue un escritor de un solo libro, un escritor genial, como pocos. FIN

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