En algún lugar dentro de mi queda algo de ingeniero y, en un espacio aún más recóndito queda algo de mi especialidad en control automático, una formación algo más técnica encargada del análisis y creación de sistemas que hoy inundan nuestras vidas; desde cosas tan simples y cotidianas como el control del nivel de agua de nuestro tinaco, el control de temperatura del calentador de nuestro hogar o sistemas tan sofisticados como el de los frenos antibloqueo de nuestro auto o la navegación satelital en el espacio ultra exterior. En todos ellos, según la teoría moderna del control -que tampoco es tan moderna- se aborda la lógica de la medición de una salida (lo que se desea controlar: nivel de agua, temperatura, presión de frenado o posición satelital dentro de una órbita…) que se compara con un valor deseado que, mediante ese “sistema de control” que lo “ajusta”, por decirlo de alguna manera, produciendo una diferencia entre el valor deseado y el valor de salida que se mide, se dice que se busca minimizar el error. Adicionalmente -y más importante aún para los fines de este texto semanal-, dependiendo del tipo de “controlador” se tienen velocidades y capacidades de respuesta, es decir, qué tan rápido se logra un estado deseado, cuál es el tamaño del esfuerzo que el “sistema y el controlador” deben de efectuar para lograr esa salida esperada, por ejemplo.

En la analogía que pretendo plantear este martes #DesdeCabina, la teoría de control también juega, desde cierta perspectiva, un papel interesante en la administración como ciencia social. Durante las diferentes etapas que vive una organización durante su creación, desarrollo, consolidación y permanencia, los liderazgos, los diferentes estilos de gestión, alteran sin duda el comportamiento esperado -por no decir el deseado-, según las funciones sustantivas u objeto social de la organización. En esta misma conversación, los estímulos asociados a los cambios, representan esas señales de entrada que alteran un sistema -agitan las aguas, por decirlo coloquialmente-, provocando un “desorden” cuyo tiempo de estabilización -sorry si la analogía se extiende técnicamente-, esta asociado al tamaño de alteración, a la propia resistencia del sistema u organización, para esta analogía, usando una organización como sistema, y sobre todo a la señal o señales que pretenden corregirlo.

No pretendo enmarañar a mi conversa docena de lectores -¡sigo enormemente agradecido con ellos!-, con analogías inconexas sobre la teoría del control aplicada a la administración, por el contrario, me interesa transmitir que los cambios en una organización son naturales, son graduales o abruptos, según la resistencia, madurez y capacidades de la propia organización y sus integrantes y sobre todo, en esto es donde más me interesa resaltar la analogía, son temporales, es decir, tienen impulsos y altibajos abruptos en un corto periodo de tiempo y tienden a estabilizarse conforme el control actúa, la estabilización significa que las aguas vuelven a clarificarse, pero con nuevos modelos, renovados comportamientos, mejoría en términos generales.

Agitar las aguas, siempre significará incertidumbre, implicará retarnos a nosotros mismos, a nuestras capacidades como organización, atentará contra lo establecido, cuestionará nuestros objetivos y prioridades, pero sin duda, buscará construir una mejor organización con mejores y más poderosos procesos y sobre todo, colaboradores. Agitar las aguas en la gran mayoría de las veces, significará crecimiento y aprendizaje, aunque esto duela durante un tiempo.

@Jorge_GVR

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