“Fue también el abuelo quien me hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años, una tarde en que me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Cataca bajo una carpa grande como una iglesia. El que más me llamó la atención fue un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa. —Es un camello —me dijo el abuelo. Alguien que estaba cerca le salió al paso: —Perdón, coronel, es un dromedario. Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo porque alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto. Sin pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna: —¿Cuál es la diferencia? —No la sé —le dijo el otro—, pero este es un dromedario. El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues se había fugado de la escuela pública de Riohacha para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe”.

En su libro de memorias, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez reconoció la influencia de su abuelo materno en los asuntos fundamentales, como la escritura. Su caso es un paradigma. Como él, millones de seres humanos han crecido a la sombra de la fronda y han bebido el destilado de sabiduría de ese segundo padre que les ha heredado más que el apellido: también su manera de ver el mundo, su visión interior, su conjunto de creencias. Los abuelos tienen la calma, el tiempo y la vocación de enseñar a sus descendientes a distinguir entre el bien y el mal: a escoger amigos, pasatiempos, deportes y oficios. A vislumbrar el futuro, saber lo que les espera.

Los abuelos también influyen en las nietas. Isabel Allende, en su libro Mujeres del alma mía, cuenta: “Desde chica asumí que debía cuidar a mi madre y mantenerme sola lo antes posible. Esto fue reforzado por el mensaje de mi abuelo, que siendo el patriarca incuestionable de mi familia, comprendía la desventaja de ser mujer y quiso darme las armas para que nunca tuviera que depender. Pasé los primeros ocho años de mi vida bajo su tutela y volví a vivir con él a los dieciséis. Mi tata Agustín empezó a trabajar a los catorce años a raíz de la muerte de su padre, que dejó a la familia desvalida. Para él la vida consistía en disciplina, esfuerzo y responsabilidad. Llevaba la cabeza en alto: el honor es lo primero. Crecí en su escuela estoica”.

Decir que todos los abuelos son amados sería una mentira. Hay familias que no tienen esa figura en el centro del afecto, ni consideran valiosos sus consejos o experiencias. Muchos a nuestro alrededor son víctimas del desprecio de los suyos y de la comunidad. Mendigan un trozo de pan, piden una limosna para subsistir y arrastran la enfermedad que les tocó como un sino. Hay instituciones dedicadas a ellos, que les ofrecen un espacio con dignidad para vivir sus últimos años. Usted sabrá cómo contribuye. Si tenemos suerte, podremos llegar a la ancianidad y más nos vale llegar con entereza y lucidez.

Octavio Paz escribió sobre sus ascendientes y el momento histórico que les tocó vivir: “Mi abuelo, al tomar el café / me hablaba de Juárez y de Porfirio, / los zuavos y los plateados. / Y el mantel olía a pólvora. // Mi padre, al tomar la copa, / me hablaba de Zapata y de Villa, / Soto y los Flores Magón. / Y el mantel olía a pólvora. // Yo me quedo callado: / ¿de quién podría hablar?”

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