En contar a los miembros de la familia, cada mexicano que trabaja con todas las de la ley sostiene, de una u otra forma, a seis personas más. Sobre una población total de 130 millones, únicamente 20 millones pagamos impuestos. De ahí sale la cuenta de que quienes trabajamos formalmente estemos aportando al sostenimiento de seis personas más. Otros 28 millones de mexicanos laboran en el sector informal y, por consecuencia no pagan impuestos, simplemente compiten a menudo de manera ilegal con aquellos que trabajan cumpliendo con las normas. La aritmética indica algo muy sensible para el país: dos terceras partes de nuestra población simplemente no aporta nada a la economía nacional, como si fuesen zombis.

El estudio difundido recientemente por el INEGI no especifica cuáles son los medios para sobrevivir y sostenerse de ese gran número de personas. No sabemos con certeza a qué se dedica el 63 por ciento de la población. ¿Agricultura de subsistencia, recepción de remesas desde Estados Unidos, trabajo doméstico, chambas sin registro, dádivas del gobierno, “se lo cuido, se lo lavo”, delincuencia organizada y callejera? Estamos hablando de 82 millones de personas de los que no sabemos mayor cosa pero que de alguna manera se ganan la vida.

Resulta alarmante que en este contexto hasta el trabajo informal comience a lucir como un segmento productivo y digno de la economía, cuando se le compara con legiones de personas que ni siquiera aparecen en el radar nacional, que para efectos estadísticos no hacen aparentemente nada. Los dos años de contracción económica que llevamos y el oscuro panorama que se avecina a partir del año que viene, no anuncia más que una pérdida adicional de empleos, con lo cual cada trabajador formal estará pagando impuestos sobre un mayor número de personas.

Estas condiciones llevan décadas cocinándose. Cada día que pasa son menos los que, con sus impuestos, sostienen a más. Por ello, a nadie debe sorprender que la captación fiscal alcance menos cada año, que los servicios públicos sean más insuficientes y disfuncionales. Aunque paguen más los que más tienen, el déficit social es tan abultado que impide contar con educación y salud de calidad, con sistemas eficientes de seguridad e impartición de justicia, trámites ágiles y desarrollo de infraestructura.

Bajo esta óptica, el verdadero milagro mexicano consiste en que, a pesar de estos enormes desequilibrios estructurales, México sea la décimo sexta economía más grande del mundo. Dicho de otra manera, con el esfuerzo de apenas 20 millones de personas, México es una de las principales potencias del planeta. Cierto, hemos descendido dos peldaños en la tabla mundial, debido precisamente a la pérdida de dinamismo económico y de generación de empleos. Pero aun así no deja de ser sorprendente que una minoría pueda mantener a México en los primeros planos de la economía global.

Visto así, el despegue económico de nuestro país podría darse con mayor eficacia incentivando la creación de más empleos formales, facilitar el establecimiento de nuevos negocios y empresas y con políticas que estimulen a los informales a formar parte de la economía legal del país. Hace mucha falta una política de empleo que amplíe la base de la legalidad. Está visto que aunque fuera de manera modesta, la generación de empleos formales fortalecería las finanzas públicas, el consumo popular, abatiría la delincuencia y podría colocar a México entre las diez economías más poderosas del mundo.

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