El ambiente social en México se ha vuelto una caldera, pero cada vez con más problemas de control. El poder federal atorado en nuevas contradicciones, voluntarismos y negaciones, no logra remontar cuando más lo necesita, un ambiente de falta de cohesión, sembrado desde arriba por el lenguaje de la descalificación y el odio entre mexicanos.

Si AMLO tiene el mérito de descubrir que el crecimiento económico dejó de ser en México garantía de desarrollo social tiene la enorme responsabilidad histórica y moral de superar la retórica de la descalificación, la división e incluso del odio entre mexicanos. Las cosas pueden ser aún mucho peores si lejos de buscar caminos de reconciliación se enciende, queriéndolo o no, el fuego del odio y la discordia. El adelgazamiento real del Estado tiene en México caras muy propias. Una de ellas —después de Culiacán— constatar que cualquier tiempo perdido seguirá reforzando el papel de los delincuentes que, como se pudo ver, hoy operan hasta programas sociales de apoyo a damnificados y a poblaciones marginadas para obtener simpatía, colaboración o simplemente su silencio.

El Presidente, como defensor de la justicia, no avanzará si no es a través del Derecho. En Culiacán, la población hizo su papel al buscar la paz, pero percibe a dos ejércitos que finalmente la alcanzan mediante la rendición de uno.

Es tiempo y así también lo piensan en Estados Unidos, que el Ejecutivo defina si va a considerar a los sicarios y narcotraficantes como delincuentes, o como supuestas víctimas sociales a los que desea amnistiar. Abdicar la aplicación de la ley ante la delincuencia organizada que conquista nuevos espacios y territorios no debería ser su gran error histórico.

Es tiempo de que el gobierno vea más hacia la Constitución y las instituciones. Urge que el sentido común y la sensibilidad política remplacen la discusión de las ideologías. Se necesitan servidores y gobernantes pragmáticos, con capacidad para generar resultados y compromiso y para superar el discurso fácil que divide y polariza. La economía mexicana no necesita nuevos problemas, sino más capitales productivos, que la activen y la impulsen a transitar por un clima internacional adverso.

Si las clases medias ceden al miedo, sienten que el único futuro aquí es el desastre y buscan otros horizontes, se habrá perdido, entre otras cosas, la lucha contra la corrupción, la inseguridad y la injusticia.

El reto más importante de los próximos años será preservar la democracia. Su supervivencia dependerá de la fortaleza de las instituciones y de un estado social de Derecho que genere la esperanza de mejorar la condición de millones de mexicanos.

Si el gobierno no se da cuenta que la delincuencia organizada sigue conquistando espacios y territorios en las que sólo su ley de violencia y sangre se aplica, terminará permitiendo los narco programas sociales de los grupos con capacidad manifiesta para atender a damnificados, impartir “su” justicia, ampliar y diversificar su economía legal con más trabajadores que cultivan, cosechan, procesan, transportan y venden la droga.

El fracaso de Culiacán, no necesariamente superado requiere reflexiones profundas sobre el rumbo y estado del País. Hasta hoy no se tiene claro qué fue lo que pasó y cómo se planeó lo que acabó en gran ridículo de las fuerzas de seguridad.

Si el ejecutivo federal está preocupado por las condiciones sociales y económicas del país tiene razón, pero en el primer año de arranque de su gobierno ha agravado el distanciamiento entre mexicanos, la polarización descalificatoria de toda forma de pasado y el desprecio a todo aquello que huela a riqueza o refleja ideas de éxito. Con no pocas áreas de la administración empapadas de ideología ha profundizado un divorcio de la realidad. En la ruta, las opciones son pocas, veremos cuál decide seguir.

Exprocurador general de la República

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