Los finales de año representan la oportunidad de realizar cortes simbólicos en el tiempo, que nos permiten poner en perspectiva los logros y asignaturas pendientes de un ciclo. Para nosotros, 2014 estuvo definido por una profunda insatisfacción respecto de la procuración de justicia en todos los niveles: respecto del funcionamiento de las instituciones, en relación con las personas que las administran y por un sentimiento generalizado acerca de que el ciudadano o ciudadana comunes en cualquier momento pueden quedar a merced de la impunidad. Como señaló Jorge Volpi en un artículo reciente para el diario español El País, lo que nos reveló el episodio de Ayotzinapa es que cualquier persona –especialmente si se es vulnerable frente a la pobreza y la marginación– puede ser víctima de la violencia más irracional y recibir un trato de delincuente aunque jamás en su vida se haya cometido un delito.

En México, la violencia y la injusticia han alcanzado tales niveles de cotidianeidad, que a todos nos aterra la idea de convertirnos en una de sus muchas víctimas: las que ha generado el combate al crimen organizado, quienes mueren a causa de la violencia que generan la pobreza y la marginación o aquellos que van a perder el trabajo a causa de las crisis financieras. ¿Qué podemos hacer en estos casos, es decir, cuando nos convirtamos en víctimas aleatorias de una ola de violencia e injusticia que desgraciadamente cada vez nos define más como país? En teoría, recurrir a las autoridades, a quienes administran los recursos públicos con el fin de procurar justicia y acabar con la impunidad.

Pero, ¿cuál es el panorama de la administración de justicia que nos deja el 2014? Para tratar de responder esta pregunta, tendríamos que recapitular sobre el estado de las instituciones, quienes las administran y la percepción que la ciudadanía tiene de éstas.

En primer lugar, están las instituciones. Hace unos días, seguimos con mucho interés –como nunca se había hecho en la historia reciente, me parece– el proceso que llego a Luis María Aguilar a ser designado como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y la razón es sencilla: ante esa instancia que interpreta el sentido último de las leyes y su armonía con el paradigma de justicia que se articula a partir de la Constitución y los tratados internacionales, se han dirimido muchos de los conflictos que han polarizado a la sociedad mexicana. Por ejemplo, temas como las candidaturas ciudadanas independientes, la potestad de las entidades federativas para legislar sobre derechos sexuales y reproductivos, los matrimonios entre personas del mismo sexo o las expresiones de odio por homofobia.

En estos temas, la Corte se ha pronunciado, casi siempre aplicando la mayor protección para las personas que se puede derivar del paradigma de los derechos humanos. Aunque no exentas de polémicas, las decisiones de la Corte han reafirmado el compromiso de las instituciones de justicia mexicanas con los derechos humanos y la no discriminación.

El problema ocurre –por decirlo de alguna manera– desde abajo: en las instancias inmediatas de la procuración de justicia –los Ministerios Públicos, los Juzgados cívicos y de paz, los Tribunales en materia administrativa o laboral–, donde todos los días se corrompen las prácticas públicas y se legitima la injusticia.

En segundo lugar, están las personas que administran las instituciones. Muchos de los procesos judiciales que han resultado en la exoneración de los más que probables responsables de delitos de alto impacto social –como el secuestro en el caso de Florence Cassez, o el enriquecimiento ilícito en el caso de Raúl Salinas de Gortari– han tomado este rumbo por la mala integración de los procesos judiciales o la corrupción de las autoridades encargadas de tramitarlos con diligencia y profesionalismo.

Quienes se encargan de procurar justicia, muchas veces lo hacen sin sensibilidad frente a la vulnerabilidad, sin la conciencia de que su trabajo no puede ser cumplido como un simple trámite burocrático más o con la falta de pericia para acompañar a las y los familiares de las víctimas. Entonces, lo que resultan son procesos de procuración de justicia endebles y amañados, que son fácilmente desestimados cuando se someten a revisión desde instancias superiores, como la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Y, finalmente, está el ciudadano común enfrentado a esta orfandad en materia de procuración de justicia. Hay que decirlo con toda claridad: tememos enfrentar a la justicia, nos da miedo ser víctimas de algún delito porque sabemos lo terrible que es acudir al Ministerio Público a levantar un acta. Por supuesto, existen honrosas excepciones, pero basta observar los rostros dolientes y desesperanzados de los padres de los normalistas de Ayotzinapa para saber que en este país la justicia es un lujo que no cualquiera se puede procurar.

Hoy, resulta evidente que las instituciones de justicia mexicana, las y los funcionarios que las administran, así como las percepciones ciudadanas acerca de éstas tienen que cambiar. Necesitamos instituciones que actúen con eficacia y celeridad pero que no descuiden la protección y el trabajo permanente con las víctimas; necesitamos funcionarios y funcionarias que no sean susceptibles a la corrupción y a la impunidad, al tiempo que permanezcan sensibles a las demandas de las víctimas, de manera particular a quienes pertenecen a poblaciones históricamente vulneradas por la discriminación; y también requerimos de una ciudadanía participativa y beligerante para defender la transparencia y rendición de cuentas respecto de la procuración de justicia. Éste sería, precisamente, nuestro deseo: que 2015 sea un año de paz, con justicia y dignidad.

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