Una década ha transcurrido desde la masacre de los 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, y aún no aparecen la verdad ni la justicia.

Desde las primeras semanas, una fuerza difícil de explicar condujo estos lamentables hechos hacia la oscura boca de la negación.

Por eso, en el presente, los esfuerzos para que esta tragedia no se olvide son extraordinarios. La autoridad responsable de investigar, desde el primer momento, se invirtió con todas sus fuerzas para que no se investigara nada.

Metió los cuerpos desnudos dentro de cajas metálicas que selló y luego envió a las familias de las víctimas con la instrucción explícita de no abrirlas.

Diez años han pasado y no hay quien pueda explicar lo que sucedió aquel domingo 22 y el lunes 23 de agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas.

Desde entonces diez personas han sido procesadas y sin embargo permanecen aún sin sentencia en primera instancia.

Cabe suponer que, en todo este tiempo, los jueces no han encontrado elementos para confirmar las acusaciones que pesan en su contra.

No hay justicia en este caso porque no ha sido posible establecer, con verdad, qué fue exactamente lo ocurrido.
Dos personas sobrevivieron a la masacre, pero su testimonio no ha servido para establecer una hipótesis verosímil.
Únicamente se conoce la identidad de Luis Freddy Lala, un menor ecuatoriano que, a pesar de haber sido herido por una bala, salvó la vida fingiendo que estaba muerto.

Cuando constató que se hallaba fuera de peligro, el joven logró llegar donde estaba un grupo de marinos que patrullaban la zona.

Su testimonio obra en el expediente, pero no hay registro de las declaraciones de los marinos que, después de escuchar al menor ecuatoriano, acudieron al sitio donde se descubrieron los cuerpos de 14 mujeres y 58 varones.

Por voz de Luis Freddy se sabe que, presuntamente, las 72 victimas perdieron la vida porque se negaron a trabajar con los criminales que luego les ultimarían a balazos por la espalda.

Sin embargo, los familiares en Guatemala, Honduras, el Salvador y Brasil, contarían más tarde que, durante los días previos, recibieron llamadas de extorsión para que pagaran un rescate de mil dólares a cambio de la vida de sus parientes.

Aunque presuntamente hubo otra persona que logró salvarse de la masacre, su nombre y paradero todavía se desconocen.

El expediente de los 72 no dice cómo murieron las personas migrantes porque no se hicieron públicas las necropsias. Si se realizaron, no llegaron jamás a manos de sus familiares.

La Procuraduría General de la República (PGR), encabezada entonces por Eduardo Medina Mora, decidió despojar a las víctimas de sus vestimentas y también de los papeles de identidad con los que viajaban.

Eligió también, deliberadamente, no practicar exámenes genéticos antes de confinar los cuerpos dentro de las cajas utilizadas como ataúd. Cuando esos restos llegaron a su destino, venían acompañados de una nota que prohibía su apertura, so pena de sufrir severos daños sanitarios.

No todos los familiares obedecieron y por eso hoy sabemos que aquellos restos arribaron irreconocibles y sin evidencia alguna que confirmaran su identidad. Al quebrar los sellos de la caja, los parientes toparon también con la mentira de la procuraduría mexicana: no había sustancia tóxica a la cual temer.

Las víctimas sufrieron tres veces, una por el cobarde asesinato, otra por la indignidad con que fueron tratados los restos de sus seres queridos y la última por el engaño de las autoridades mexicanas a quienes urgía desembarazarse de los migrantes muertos, aunque sus respectivas identidades no hubiesen sido confirmadas.

Diez años han transcurrido desde la masacre de San Fernando y no hay una sola autoridad procesada por haber obstruido a la justicia: el procurador Medina Mora se lavó las manos, lo mismo que los mandos de la Marina y el gobierno de Tamaulipas.

Y, sin embargo, las autoridades de la época conspiraron denodadamente para que este penosísimo episodio de la historia mexicana se olvidara.

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Si, en su lectura, usted llegó hasta esta línea de la columna permítame agradecerle, a nombre de las víctimas de San Fernando, por no ser un cómplice más del silencio acuciosamente fabricado por los tres últimos gobiernos para negarle verdad y justicia a esta tragedia.

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