El 1 de enero de 1994 entró eN vigor el Tratado de libre Comercio de América del Norte, quizás el más importante en su tiempo, entre México, Estados Unidos y Canadá. Lo que en su momento se expresó fue que con su firma se alcanzarían los resultados previstos por la teoría tradicional, pues el acuerdo permitía que cada economía se especializara en los sectores con mayores ventajas comparativas.

En aquella época, se preveía que el Tratado tendría repercusiones importantes en varios ámbitos. Se esperaba que el Acuerdo produjera incrementos significativos en las exportaciones mexicanas a largo plazo, sobre todo en aquellas dirigidas a los Estados Unidos, argumento basado en gran medida en los efectos positivos y automáticos del libre comercio en el crecimiento. Así, si bien se buscaba que con el tratado existieran sectores ganadores y perdedores, el común denominador era que las ganancias superarían pérdidas.

Sin embargo, para México los resultados no han sido contundentes, debido a que el propio acuerdo fue considerado como un fin y no un medio, amén de que no se acompañó la apertura de una política industrial clara y orientadora, sino que dejó a su suerte a sectores productivos.

Cabe recordar el entorno que vivía el país previo a la firma del Tratado. A raíz de la crisis económica de principios de la década de los 80, México inicia un proceso de reestructuración económica en el que se replantea el modelo de crecimiento de sustitución de importaciones y se adoptan, en breve tiempo, medidas tales como la apertura comercial, la liberalización de los mercados, la privatización de empresas públicas, el fomento del sector exportador y la aplicación de políticas de estabilización macroeconómica.

A inicios de la década de los 90, se iniciaron las consultas hacia un posible tratado de libre comercio con Estados Unidos. Para entonces, México ya había accedido al GATT en 1986, en seguimiento a la hoja de ruta marcada por el Consenso de Washington, pero este paso era más ambicioso, aunado a representar una herramienta para explotar el modelo exportador, combatir la inflación y mostrar a México como una nación abierta y convencida de que el fenómeno globalizador era la vía más rápida al desarrollo.

Sin embargo, la celeridad que se le dio a las negociaciones, pudo ocasionar que desde el lado mexicano, el TLCAN se mostrara como una ventana única de oportunidad, una especie de ahora o nunca, situación que propiciaría que el análisis de impactos no fuese lo profundo que debía ser.

Cierto es que la apertura comercial fue uno de los pasos más importantes dentro del cambio de estrategia económica; con ello, se esperaba un proceso de transformación interna en el que las empresas y sectores se verían obligadas a producir de manera competitiva para responder a las exigencias de calidad, precio y servicios. Si bien muchas empresas se transformaron y lograron sobrevivir, muchas cerraron o quebraron al no poder enfrentar la competencia.

La realidad tras 20 años, ilustra que el TLCAN resolvió los problemas en el corto plazo y encajó a la perfección dentro de la visión anti-inflacionista de los gobiernos posteriores a la década de los 80 pero no ha contribuido a generar valor agregado a la industria mexicana, ya que careció de una política industrial, que detonara un proceso de articulación de las cadenas productivas.

El Tratado ha mostrado luces y sombras. El comercio exterior con Estados Unidos y Canadá ha crecido de manera considerable. En 1993, México exportaba hacia ambos países 44 mil 420 millones de dólares e importaba 46 mil 470 millones, lo que le representó un déficit comercial de 2 mil 50 millones de dólares. Actualmente, se tiene un superávit comercial de 103 mil 762 millones de dólares, gracias a que en el 2012 exportó 298 mil 763 millones de dólares y únicamente importó 195 mil millones. Dentro del TLCAN, México realiza el 96.3 % de su comercio con Estados Unidos y el restante 3.7 % con Canadá. Sin embargo, los flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) de Estados Unidos y Canadá hacia México no han mostrado un crecimiento sustancioso. En 1999 la IED de ambos países fue de 8 mil 246 millones de dólares y en 2012 se reportaron 8 mil 781 mdd.

Ahora bien, si las exportaciones mexicanas han mostrado un crecimiento sostenido a partir de la firma del TLCAN y desde 1993 en términos reales la contribución de las exportaciones al PIB pasó de 9 % a representar 18 % en 2012, ¿cómo es que el producto no ha crecido en respuesta de una manera más contundente?

Una de las respuestas más destacadas, es el bajo valor agregado de las exportaciones manufactureras mexicanas, lo que ha conducido a que no se esté generando una sinergia productiva entre dinamismo exportador y efectos multiplicadores en el resto de los sectores productivos. Este fenómeno descansa fundamentalmente en el alto contenido importado de las exportaciones, derivado de la naturaleza de nuestro aparato exportador manufacturero, que se sustenta en el modelo de manufactura de ensamble.

El impacto más directo que ha tenido el TLCAN en el aparato productivo, es la desarticulación de las cadenas productivas internas. En efecto, a mediados de los 80 nos abrimos al mundo, sin que nuestro sector productivo estuviera preparado, y fue fácilmente desplazado por las importaciones. Hoy en día somos un país altamente exportador, pero de importaciones.

La ausencia de política industrial en nuestro país, ha beneficiado la importación de insumos y bienes finales, a través de una política de desregulación y desprotección arancelaria indiscriminada, y el uso del tipo de cambio como ancla antiinflacionaria y no como válvula reguladora de los desequilibrios externos.

El TLCAN ha cumplido sus primeros 20 años y no ha mostrado plenamente los impactos y beneficios. Ahora, estamos por entrar a un nuevo reto que es el TPP. También vale la pena preguntarnos si nuestro sector industrial está preparado para esta nueva aventura. La respuesta, sin un Política Industrial de largo plazo, es que no, y las consecuencias pueden ser desastrosas.

*Texto resumido del presidente de Consultores Internacionales, S.C.

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