Un mundo sin libros sería un mundo sin aliento, un mundo que no podría respirar. Un libro sin preguntas primordiales, un ruido sólo desplazable. Una pregunta primordial, una vela encendida, una presencia.

Escrito desde la “oscurana”, esa amabilidad que toma lo oscuro para salir, quizá por retomar su lado maternal, femenino; un libro que inicia con el regreso al origen, el momento del parto, esa primera ocasión en que salimos de la primera oscuridad. Se articula el nacimiento con una voz continua, sin signos de puntuación, una voz que transita para encontrar las pausas, nos invita a entrar en ese flujo reflexivo para respirar también de esa forma particular: “es el primer llamado a misa en el aire el trajín propio de quien espera el tiempo continúa ajeno y mi mamá piensa en él como quien piensa en un veredicto infalible sabe que dentro de él en sus dominios debe aparecer la criatura a mí todavía no me quedaba claro que aquella mujer a punto del alumbramiento sería mi madre”… Recuerdo remoto soñado, imaginado, primera oración recreada que ya trae esa búsqueda devota. Un primer intento de religarnos con el mundo.

“El reposo de nuestros primeros antepasados fue un profundo sueño; su movimiento, una danza vertiginosa. Siete días permanecieron en el mutismo de la meditación o del asombro, y luego abrieron la boca para discursos alados” (Hamann), escribió alguna vez un poeta del romanticismo alemán. Magaña, atento a esas voces, a sus diversos registros, pero también a cada uno de los gestos primordiales, convoca a sus ancestros en una suerte de álbum sonoro. Establece y renueva acuerdos con los familiares, por ejemplo con su madre: “la comunión pactamos/ con las aves/ la promesa pactamos/ con un mundo sin promesas/ tú sabes madre que teníamos fe”. Así, en una vigilia con luz baja va recobrando encuentros, señales, compromisos que en realidad nunca se quebraron. Visitas al templo, meditaciones en lo oscuro, escucha de las antiguas visiones: “la sombra”, escribe Magaña, “ese misterio que me observa”.

Este asceta de Comalcalco, en el cuerpo de los días que no dudan tanto, entrega una serie de postales en prosa poética con la certitud del niño que era y sigue siendo: observador, amoroso. En ese ensamblaje de partes está el misterio, en el claroscuro que presenta, como el clima necesario de la vida. Podemos leer también la lealtad patriarcal, lazos entrañables entre abuelos, tíos, primos… una saludable pertenencia al legado del padre. Retratos de un resplandor masculino, equilibrado: “a mi abuelo le gustaba platicar de las aves de su infancia y cantar el salmo 91/ era apacible/ lo veía enorme con su pantalón azul de dril su camisa blanca su sombrero de palma sentado en la mecedora en la banqueta de tierra saludando había nobleza en su mirada y en su ser le apasionaban la historia la literatura y el beisbol/ allá de joven vivió en los estados unidos mi abuelo samuel hablaba inglés soñaba con acahuales pantanos esteros y manglares”.

En ese ejercicio de sacar del olvido, de las sombras, hay intermitencia, como en la vida… aparición/desaparición, muestra y ocultamiento, fragmentos de nuestra atención ensamblada. Y en el hueco, en el espacio entre una y otra imagen, la “música del silencio”, la callada que nunca deja de sonar, sonarnos. En la confluencia de varios tiempos, el ritmo aún silencioso recupera el tiempo original entre prosas poéticas, verso libre y una especie de diálogos dramáticos.

Estos soliloquios aparecen como paréntesis discursivos que protegen el mismo proceso creativo, ¿lo encaminan? Como signos de puntuación mayor, otorgan una pausa que nos obliga a ver esa búsqueda escritural desde más arriba, como esa mirada que sólo brinda la divinidad, una visión amplificada. Una voz que percibe otras voces, un testigo mayor, a veces como un juez y otras como un atento observador. Incitaciones o intervenciones alternas al relato central, transparentan un diálogo interno que exhibe llamados y resistencias: “—pero que venga/ —…/ —que venga digo/ —¿para qué?/ —una mirada que venga/ -¿una mirada?/ —o un corazón soñando con abrojos”.

Sobre el libro Primer mundo
Sobre el libro Primer mundo

Pocos signos de puntuación ¿los esenciales? Un guión, puntos suspensivos, eso sí, como para espaciar la investigación, propiciar ese silencio, la inminencia de lo que no se nombra… Estas formas también funcionan como un espacio de confrontación, trasminan una batalla dura y angustiosa: “—¿y preguntar no es la vida?/ —sólo si no se espera respuesta. Promueven y honran lo incierto: “—y ahora ¿qué sigue?/ —ser la piedra el guijarro el sueño”. Un relato fundacional, fluido, una circunstancia que nos obliga a despertar para ver de vuelta el “mundo insólito”.

Seria indagación que escucha las otras voces… Cernuda, a propósito de Hölderlin, escribía: “entrega incondicional del poeta a no se sabe qué fuerzas que hablan por su boca, esas fuerzas ocultas que solemos denominar arte”. Frente a las grandes preguntas, la pequeña certitud en la imagen, esa que cultivamos en la atención consciente y desapegada de nuestros primeros años, la capacidad de sacarlas de ese profundo sueño. El poeta no es el soñador, es el propiciador, el que despierta lo olvidado. Recuerda, vuelve a pasar por el corazón, las imágenes que ya habían estado en la memoria.

Magaña también escucha la voz de sus queridos compañeros de viaje, extiende su árbol genealógico hacia la poesía, los versos de sus hermanos poetas caen con tal naturalidad que conmueve. Sabemos que los poetas nunca escriben solos, siempre transidos por otras voces. Sin embargo, en este libro decide transparentar los nombres, haciendo un homenaje suscitando a la voz pero también a quien la compone: Fray Luis de León, Novalis, Baudelaire, Bonifaz Nuño, Góngora, Houellebecq, por citar a algunos. Todos convocados, pero con especial complicidad Friedrich Hölderlin, uno de los poetas a los que está dedicado “Primer mundo”: “¿A quién si no a ti?”. El poeta en algunos de sus cuadernos escribía: “la poesía es escala hacia Dios. Acaso no es así cuando me lees. Pero también conozco el día que por ti reencontré la voz…” Estudiante de teología, estudió también para ser clérigo, pero todo lo dejó por la poesía. Su visión acerca de la infancia como esa edad de oro, de eterna plenitud y armonía con lo divino: “¡Bendecidos sean, oh sueños de la infancia/que a mis ojos velaban el dolor de la vida!/Han tornado en flores las ansias de mi pecho,/ y por ustedes tengo lo que nunca tendría”. El hermano poeta de Tubinga y el hermano poeta de Comalcalco, en profunda sintonía responden con su oficio a ese paraíso recobrado. El oro, ahora, despierta entre los mangos y los acahuales. Magaña, en una búsqueda semejante, pregunta: “¿quién mueve las ramas del ciruelo? el sol se cuela y forma un cruce de sombras y luces de alucinaciones geométrico en armonía un equilibrio de intensidades el patio la luz lo nuestro y lo de Dios resguardándonos del sol protegido por la silueta de los árboles con nuestro motín de mangos naranjas bajos los árboles bajo las nubes con el secreto del día”.

Hay en todo el libro una idea de protección, de resguardo, de ahí una amplia exploración del pabellón, tan requerido y amado en zonas tropicales. Una tela que refresca y guarda, que protege. Pero el pabellón también puede ser la noche y también una mirada, como ese árbol que resguarda del sol. La escritura también cobijada, bajo el pabellón transparente del oficio, ese velo que revela lo nuestro y lo de Dios: “cruzar la tela fijada en el cancel era entrar a la calma cada cama con su pabellón y cada pabellón remedando al mundo”.

Un libro del temblor, del susurro, de la vulnerabilidad; pero también de la confianza, del tránsito, de la alegría. La escritura de Magaña es la de un trópico en penumbra, donde se posibilitan los “diálogos con la oscuridad”, una oscuridad benéfica cuando se recoge en los ojos niños: “abrir los ojos a medianoche era rehacer murmullos revivirlos conocer el registro variadísimo del negro sus tonos desvaneciendo un furor primario hasta el gris tenue”. La oscuridad en este libro es un refugio, penumbra física, emocional y simbólica. Cuando la penumbra nos abraza con sus prácticas de una comunión luminosa que no se puede ignorar.

Cierro con esta estampa del libro que me ha dejado por supuesto como a estos niños de la página 30: “andábamos la trilla hacia la playa/lejos de la carretera vecinal una choza/con la puerta entreabierta llamaba/nuestra atención pero nadie lo dijo/todos sabíamos que allí pasaba algo/una vez/ me aparté del grupo me quedé atrás/ murmullos rezos palabras inteligibles/ un hombre de rodillas orando veladoras/ muchas veladoras encendidas como/ un campo sembrado de luciérnagas/según supe después todos habían hecho/lo mismo que yo pero nadie lo dijo/quizá tuvimos miedo de romper/ la visión ésa tan frágil de un hombre orando”… ¿O escribiendo?

Su temblor, sus dudas, su oscuridad; nuestro temblor, nuestras dudas, nuestra oscuridad… páginas como luciérnagas para constatar la fe en estas palabras.

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Un poeta que “despierta lo olvidado”

  1. Francisco Magaña es un poeta y traductor nacido el 15 de noviembre de 1961, en Paraíso, Tabasco.
  2. Entre sus obras se encuentran Habitar donde fantasmas,
  3. Antorchas , Barra de panteones,  Corazón de pies cansados, entre otras.
  4. Durante su trayectoria, el poeta ha sido reconocido con varios galardones como el Premio Regional José Gorostiza 1993, Premio de los Juegos Florales 1993, Ciudad del Carmen, Campeche,  Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 1999, Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra 1999,  Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2001,  Juegos Florales Nacionales 2003, Ciudad del Carmen, Campeche, entre otros.
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