“Ya cantó el cojoyo de verde huizache, la niña Teresa cara de mapache”. Era la cantaleta de los niños que se escuchaba detrás de la cerca de otate en los días de los fieles difuntos. Se abrían las puertas de la casa para que los niños y los más grandes recogieran la ofrenda del altar que mi familia y yo habíamos puesto con ayuda de Merced, quien era el que llevaba la palmilla a las casas para hacer los arcos de los altares. Ya entrando la noche, mis hermanos más chicos y yo salíamos a chichiliquiar (1) a las otras casas y a jugar con los cuetes, mientras que los adultos se quedaban a cenar pozole, piques, atole de piña y tostadas.

El primero de noviembre, que era el día de la ofrenda de los mayores, a primera hora, mamá hornea conchitas, moños, ojitos y pan de muerto, bien azucarados. Nosotras ayudábamos acomodando las frutas, colgando los dulces con hilitos de colores alrededor de los arcos, sirviendo el café y refresco en vasos de vidrio y al final poníamos las fotos de la familia y amigos, cada uno con una cruz de agua de rosas que untaba mamá con el dedo. Al pie del altar se ponían las velas, una lucecita para que los difuntos entraran gustosos a la casa.

Recuerdo que días antes de empezar con los altares, mamá me mandó por masa para preparar los piques, que son tamales rellenos de frijol y se comen solamente en velorios y días de muerto. En el camino me encontré a Santa que también iba por masa.

—Tengo muchas ganas de piques —me dijo en el camino.

—Yo también, pero ya mero.

—Cómo no se muere alguien hoy pa’ comerlos de una vez.

—¡Cállate Santa, que te vas a venir muriendo tú!

—¡Qué me voy a morir yo! Hierba mala nunca muere mijita, te lo juro —y besando sus dedos cruzados, firmó una sentencia que no esperábamos.

Llegando al molino, Don Lalo que era quien atendía nos dijo:

—Ya escuché que andaban barruntando la muerte chamacas. Persígnense. ¿Cuánto les doy?

—¡Ay Don! Nada de barruntas namás estábamos platicando, tres kilos para mí y dos para Terecita, por favor.

—Yo namás les digo que cuando uno anda hablando de difuntos en días como estos, hay que cuidarse. No se les vaya a aparecer uno y entonces qué van a hacer.

—Miedo a los vivos, Don Lalo, ¿a poco usted cree en fantasmas? —preguntó Santa.

—¡Claro! Si por ahí por La Cañada han espantado a más de uno…

—Han de ser las tepas —interrumpí.

—¿Y qué ellas no son fieles difuntos? —sentenció Don Lalo.

Al regresar, Santa me acompañó a casa porque necesitaba unas ramitas de limonaria para su altar. Llegamos con la novedad de que el chofer que manejaba el camión del Titán, se volteó y se mató: “Santa dile a tu mamá que hay que ir a Higueros al velorio de éste hombre, para irnos juntas”, le dijo mi mamá.

Caminando nos fuimos a Higueros, que estaba a una hora a pie. Otras familias se unieron a nosotros para ir al velorio, los hijos de Giro, que era primo de mamá nos hicieron compañía; a mis hermanas mayores no les gustaba platicar con ellos porque siempre nos contaban historias de miedo y luego yo no podía dormir, pero a Santa y a mí nos gustaba escucharlos; cuando pasamos por La Cañada nos agarramos todos de las manos y corrimos, porque como bien decía Don Lalo, la gente contaba cosas oscuras que pasaban por ahí y pues mejor prevenir con la corredera que toparse con lo que uno no quiere ver.

Llegamos al velorio y los más chicos nos quedamos afuera, mamá y mis hermanas se pusieron a repartir café y galletas para los acompañantes. Los hijos de Giro encontraron un lugar para sentarnos debajo de un naranjo y comenzar con las historias de espantos; Ezequiel, que era el mayor de ellos, comenzó la historia:

«De aquí de donde somos, se ha visto en noches cerquitas a éstos días de fieles difuntos, a un hombre que se pasea en su caballo, meramente por el camino por el que llegamos. Pero no es un hombre como todos, éste nomás tiene cuerpo, son las puras manos las que guían los trotes del caballo negro, nadie le ha visto la cara nunca. Se aparece en estos días en busca de un alma para que ocupe su lugar, porque solo tiene sed de vivir y busca al más jovencito de los caminantes, porque es al que más vida le queda por delante y ese ha de ser el elegido. De los presentes serías tú Terecita»

De regreso mamá nos dio unas lámparas, ya era tarde. De mi mente no salía aquel jinete buscando sustituto y miraba a mi alrededor buscando a alguien que fuera más chico que yo, pero no tuve suerte. Estaba marcada. Me agarré fuerte de la mano de Santa que en tono de burla me dijo: “Ya te metieron miedo, no te preocupes, ni te va a ver de lo chiquita que estás”, terminando de decir esto se escuchó un trueno que amenazaba con lluvia; los mayores nos dijeron que apresuráramos el paso, pero yo sentía que las piernas no me respondían, entonces se escuchó el relinchido de un caballo que se ponía patas arriba y que fue iluminado por un rayo. Ya no pude más y grité como todos que ya corrían pa’ el monte, los truenos caían cada vez más duro y el caballo seguía sin control, brincando con un cristiano montado al que juro por mi vida no se le veía la cabeza.

¡Épale!, exclamó mamá poniéndose al frente del grupo, “¡Doña, no se espanten!” respondió el cuerpo que montaba al animal. Como pudimos aluzamos al hombre. Era Don Lalo.

—¡Ya me espantaste a las muchachas Lalo! ¿Pues a dónde vas?

—Al velorio del difunto Cosme. Discúlpeme pero el animal se me espantó con la tronadera.

—Ándale pues, ve con cuidado.

—Buenas noches y dispensen ustedes. Bien decían las muchachitas, que más miedo dan los vivos —dijo riéndose.

Las carcajadas y gritos de alivio sonaban de todos los que veníamos caminando, yo solo pensé que no solo los muertos tienen ganas de vivir, también nosotros que vemos el tiempo caminar y que solo de pensar que en cualquier momento nos ofrendan, nos abrazamos a la vida.

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