Segunda parte

Me gustan los días de los fieles difuntos, para nosotros siempre ha sido un motivo de celebración, preparamos todo para recibir a los que ya no están. Elaboramos los altares con madera y palmilla, hacemos nuestro camino de velas frente al mismo, para que las almas de nuestra gente no se pierdan en su viaje. Cocinamos tamales de puerco, piques, picadillo, pollo, pipián, atole de piña, de masa, conchitas dulces, trencitas, polvorones, azucaradas, café de olla y ponche. Todas las casas, hasta la más humildita, pone su ofrenda, porque es algo que todos tenemos en común: los muertos y la muerte. Nosotros ofrendamos con la esperanza de la visita de los difuntos.

Ponciana de la Orta se desvive por la muerte en esos días, su ofrenda la construye por niveles, es un altar que está a diario, pero ese día hay cazuelas de comida, ollas de tamales y café, botellas de tequila, mezcal, agua ardiente, música y baile. Todos son bienvenidos, porque todos podemos ser tentados de alguna forma. Ya lo decía ella, hay cosas que Dios no puede lograr, pero la muerte que no conoce límites, que no discrimina y que en ella todo comienza y todo finaliza, hay más probabilidades de que un favor sea cumplido. Eran esas fechas en las que la comunidad se sentía vulnerable, desesperada y curiosa. Más de uno comenzó a visitar a Ponciana. En su mayoría mujeres con el corazón roto, despechadas y no correspondidas. Una de las chamacas que iba conmigo a la escuela en ese entonces comenzó a visitarla, Camelia se llamaba y su dolor era grande. Aquel que la pretendió durante tanto tiempo y a quien aceptó como su novio hacía cuatro años ya con el permiso de sus papás, resultó que no solo ya tenía mujer por la iglesia, sino dos criaturitas registradas a su nombre. Cuando Camelia supo, ardió por dentro y sin llorar fue a su casa, sacó el dinero que había trabajado en el molino y entró a casa de Ponciana de la Orta, a la luz del día, en la hora del lonche de los escuelantes. Era su manera de decir: “Si algo le pasa al infeliz, sépase de antemano que fui yo”. Y sí, ya para terminar el último año de la preparatoria, la familia del exnovio de Camelia fue a ponerse de rodillas ante ella, suplicando su perdón, ella sonreía al verlos humillados, pues eran el vivo reflejo de lo que había sido ella hacía algunos meses por culpa de su hijo, además ellos sabían de la traición y no hicieron nada por detenerla así que “¿Por qué habría yo de tener piedad con ustedes? ¿Con él?”. Respondía ella muy digna desde la puerta del solar.

Iban cada tanto a pedirle perdón, y pensábamos para nuestros adentros, “¿Pos que sí estará muy grave?”. Según la madre del pobre cristiano, no había doctor que supiera lo que tenía y ya en su desesperación fueron a ver una curandera, quien les había dicho que no la Santísima lo tenía pedido y que no le quedaba mucho tiempo de vida. Para mí, no eran más que palabrerías, muy en el fondo de mi corazón sentía que ese hombre merecía lo que le estaba pasando.

Un sábado llegué apenitas antes de que Camelia cerrara el molino, para mi mala suerte me tocó presenciar y ser testigo de que las porquerías que hacía Ponciana eran verdad. La familia del exnovio buscaba de nueva cuenta a Camelia, pero esta vez traían consigo al susodicho, estaba en una silla de ruedas, lleno de unas bolas rojas de las que le salía pus, el olor a muerto se metía hasta por los ojos, tenía la mirada perdida, la boca abierta ya sin dientes, muy apenas se escuchaba que gemía: “Per-dóna-me Ca-mee-mee-lia”, al tiempo que intentaba caer de la silla de ruedas para poder arrastrarse y suplicar por lo que le quedara de vida. Camelia estaba desencajada pero al mismo tiempo se sentía, por el brillo que tenía en los ojos, poderosa. Y el poder, enloquece.

El exnovio murió al poco tiempo, no obtuvo el perdón que clamaba para salvarse. A Ponciana solo podías necesitarla o huir de ella. Muchas veces me detuve a pensar, “Pos por qué no se va, si tanto odio tiene”.

¿La maldad nace o se hace? La maldad se concibe porque se lleva en las entrañas. No existe respuesta más acertada. Nadie justifica las muertes que llegaron después por obra de Ponciana y su nueva patrona, todos sabemos que fue ella. Solo alguien que puede amar y venerar a Dios puede odiar de la misma forma y sembrar miedo y dolor en nuestra comunidad.

Empecé a trabajar con ella, cuando Ponciana de la Orta ya era una figura no solo reconocida, sino de autoridad. El dinero que ella ganaba una vez que terminó de darse gusto en lujos, le daba a la Iglesia sus buenas limosnas, y a pesar de que el Pastor sabía de dónde salían aquellas monedas, las recibía gustoso. Ponciana le daba trabajo a los hombres para que trabajaran sus tierras, cuidaran a sus vacas, vendieran los forrajes; así que lo que alguna vez para todos era inaceptable, se volvió la fuente de trabajo de la mitad de los habitantes, quienes respetuosamente llamaban “Patrona” y por otro lado, la otra mitad por cariño, miedo o conveniencia, la llamaba “Comadre”, ya que Ponciana se volvió la madrina de bautizos, primeras comuniones, bodas y graduaciones.

Tendría yo veintitantos cuando la patrona me contrató para hacerme cargo de los caballos. Blanca, para entonces, tendría unos siete años y me seguía a todos lados, la patrona me pidió que le enseñara a montar a la chamaca, también le enseñé a ordeñar, a piscar, a hornear pan, todo lo que una mujercita debe saber. Así que doña Ponciana me dijo que yo tenía el trabajo más importante de todos, cuidar a Blanca cuando ella no estaba. Yo no tenía familia todavía, ya me había casado con un buen hombre, pero no teníamos hijos. Así que le fui agarrando cariño a la niña, que, a diferencia de su madre, tenía un corazón bueno. Y fue por eso mismo que la criatura no duró mucho, los angelitos nada tienen que andar haciendo en los pantanos.

Llegando a mis quehaceres un sábado tempranito, ensillé los caballos como la patrona ordenó, que porque quería dar la vuelta con Blanca para enseñarle unos patos nuevos que había mercado. Ya para la una de la tarde, no regresaba ninguna de las dos, y apenas íbamos de salida varios de sus empleados en el campo cuando vimos que regresaban pero en un solo caballo. Blanca se había ahogado en el lago en su intento por agarrar un pato. Ponciana nomás me miró y me pidió que sacara a todas las gentes de la casa, que no quería ver a nadie y que fuera a prender una vela en el altar. Hice todo menos eso. No me acercaba al altar ni para darle un trapazo, ya cuando todos estábamos afuera, nos preguntamos si sería prudente rezar, si había que llamarle al Pastor, lo único que hicimos fue pedirle a Dios por el alma de la niña. Ella qué culpa tenía de los errores y horrores de la madre. Entré cuando ya había pasado un rato largo, le dije que el Pastor estaba afuera y que quería saber si gustaba darle una misa para el descanso del alma de la chamaquita.

—Dile al Pastor que bastante le pago para que no se meta en mis asuntos y ultimadamente, ¿qué te andas metiendo tú también? —me dijo envuelta en llanto pero si mirarme.

—Patrona yo entiendo sus cosas, una cosa es que no me gusten y otra que yo me ande metiendo en ellas, no es el caso. Pero usted mejor que nadie sabe que las almas de los niños pertenecen a Dios, ¿qué va a ser del alma de Blanca si no la encomendamos? Va a andar errante, sin rumbo, ¿cómo va a ofrendarla si no va a tener camino? Patrona, usted necesita quien intervenga por su alma el día que nos falte y enójese si quiere, pero hasta a usted le da miedo andar errante en el mundo de los muertos.

Hablaba por mí la voz del coraje, porque yo a Blanca la quería, porque yo en ella deposité el amor de madre que no conocía, porque ya con el tiempo me di cuenta, que Dios, al igual que a Ponciana, no me daba la virtud pronta de concebir. Esa criaturita, fue mía también.

—Que se haga como tú dices. Avísale a las gentes, la velaremos en el camposanto, no quiero a nadie en mi casa. Voy a prepararla.

—Sí patrona.

—Y no soy taruga, sé bien que Blanquita rezaba y que tú le enseñaste. La escuché varias noches con el Padre Nuestro antes de dormir. Y en algo tienes razón mujer, todos necesitamos quien hable bien de nosotros. Vamos a velar a mi muchachita a nombre del Dios que tanto quieres, nomás acuérdate que Blanca es mi hija y no tuya. Y para arreglar lo malo que hay en tus entrañas, ya sabes que pa pronto es tarde, me dices y le damos solución. La muerte ayuda, solo que ya lo dijo tu Señor, “Ayúdate que yo te ayudaré”.

No dije nada y organicé todo. Si bien Blanca no era hija de mis entrañas, pero sentía la necesidad de darle cristiana sepultura. No fuera a ser juzgada por los pecados de quien la engendró.

Al terminar la misa, doña Ponciana agradeció la presencia de todos y les pidió que la dejaran sola unos momentos. Me quedé a esperarla, pero también me pidió que me fuera. Todos nos regresamos caminando en un perfecto silencio más bien cargado de miedo.

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