Conocí a Dios —contó la abuela una noche que no había luz.
—¿Dónde?
—En la tienda de doña Emma.
—¿Por qué crees que era Dios?
—Pues porque se parecía. Yo siempre lo imaginé así, además,  él traía la paz de su lado, cuando entraba a cualquier lugar ya no había más discusiones. Venía una vez al año aquí al rancho, acompañado por un grupo de gente que venía de lejos a traerle mandas a Ninfa, la milagrosa. Nomás que ellos no sabían que era Dios.
—¿La hija de Rosa?  —interrumpí.
—Sí, ella tenía el don de curarnos cuando era niña.


<< Por el mes de agosto, llegaban grupos personas provenientes de comunidades que rodeaban a la nuestra para agradecer o pedirle a Ninfa, la milagrosa. Nosotros los conocíamos como Los andariegos.

Llegaban a la tienda de doña Helena, cansados, descalzos y sin comer. Yo tenía 14 años y trabajaba ahí por las tardes, además de hacerlo por necesidad,  me escondía también de las cuestiones casaderas pues ahí de donde somos  no había más que hasta tercer año de primaria y el único futuro posible era ser esposa de algún fulano. Decidí cursar el tercer año unas tres veces —hizo una pausa para acomodarse las medias y continuó—. Doña Helena les ofrecía frijoles con arroz, queso, tortillas, café y alojo con la condición de que pusieran su nombre en los listoncitos de colores en los que escribían sus oraciones y que colgaban en la rejita de madera de la casa donde estaba Ninfa, la milagrosa: “Háblenle bien de mí”, les decía mientras rellenaba los vasos con un piquete de caña. Hacía el trueque de buenas referencias a cambio de saciar el hambre de los andariegos, que más que compasión, le provocaban asco. Pero de nada sirvió tanta redención, doña Helena no podía comprar la entrada al cielo, ella murió seca, después de todo el veneno destilado, se le quebró el corazón. Ningún listón pudo salvarla. Además aquel Hombre, que acompañaba a Los andariegos en su peregrinar, conocía sus verdaderas intenciones


—¿Quién?
—Pues Dios, el hombre de los ojos claros.
—¿Por qué no puede tener los ojos oscuros?
—Porque en Dios existe toda claridad y en él no hay espacios vacíos. Cuando Nuestro Señor llegaba a la tienda todos lo sabíamos y teníamos una redención silenciosa. Evitábamos su mirada pero insistíamos en permanecer cerca. Nos hacía  sentir bien, incluso a quienes solo iban a buscar lío.
—¿Dios hablaba?
—A mí sí. Me ayudaba en la búsqueda de centavitos, platitos y avioncitos que quedaban en el suelo de madera debajo del mostrador. Eran unos avioncitos que salían dibujados en las corcholatas de las cervezas, después me decía: “Lidia, hay que alimentar a los hombres” y repartíamos la comida. Entonces los pleitistas guardaban la pistola, se sentaban sobre las bancas de madera y esperaban el momento en el que Dios les acercara un platito de frijoles. Agradecían y bajaban la cabeza. Al final cada quien lavaba sus trastes en la paila del patio.  Al oscurecer se encendía una lucecita que apenas alcanzaba a verse entre las arboledas y descendía entonces del camino pedregoso, El Otro. El hombre de la cara cicatrizada y bombo hedor.

#Cuento| Los andariegos
#Cuento| Los andariegos


—¿Cómo azufre?
—¡No! Pues si tampoco es cuento. Era la peste a  animal muerto, plátanos podridos, perra en celo. La peste llegaba hasta el patio, pero no entraba a la tienda.
—Era el Diablo.
—Sí, nadie puede acarrear tanta tragedia junta. El Otro siempre vivió a las afueras de nuestra comunidad, en un lugar sin sazón, sin llenadera. Por eso las mujeres que ahí habitaban, nacían o se volvían locas, los hombres buscaban el placer y apostaban la vida con el Otro.  Allá vivía el Diablo durante el día y por la noche caminaba hasta la tienda de doña Helena.

Merced, que siempre tuvo una manera de sentir la maldad porque no le tenía miedo a nada,  salía para encontrarse con él:
« —¿Qué se te ofrece? »
« —Se me ofrece entrar »
« —Pero ya sabes que no puedes »
« —Vengo de lejos, muy hambriento querido Merced. ¿Van a negarme el pan?»


Entonces entraban y toda la luz se volvía amarilla.
« Tengo hambre, buen hombre » Decía El Otro y Dios le acercó comida y café. Todos nos sentimos ofendidos por la presencia de ese hombre. Como si realmente fuera un extranjero, comenzaron entonces los cuchicheos y miradas molestas: “No se hagan los ofendidos, si aquí todos nos conocemos”, decía El Otro y era cierto, todos habíamos tenido tratos con él de alguna manera.
—¿Tú también?
—Sí. Una vez en el molino, me agaché por la cubetita para poner la masa y encontré una moneda de oro, la miré largo rato y  la guardé en la bolsita del mandil sin que nadie me viera. Al regresar a casa, me sentía pesada, culpable y  fue cuando Él apareció.


« —Encontrar no es robar. Esa moneda es tuya. Dios nos da recompensas por ser buenos »
« —¿Tú qué sabes acerca de Dios? —le pregunté con vergüenza.
« —Lo sé todo. Él no se enojaría por una moneda de oro, solo es una y tú la encontraste. Tal vez él quería que la encontraras, si no, ¿Por qué alguien como tú tendría tal fortuna?» Nos miramos y dejé que me acompañara a casa, porque así mi pecado pesaba menos. Los dos sabíamos que esa moneda pertenecía al lado oscuro: Don Genaro, el cacique tirano, el hombre que quitaba las tierra a los hombres buenos hasta los dientes del viejo estaban marcados en ella, pero El Otro tenía razón, solo era una moneda, una de millones que el viejo guardaba en sus bodegas.


Dios recogió el pocillo y el platito donde había cenado El Otro, quien comenzó a orillarlo en provocaciones:
« —¿Qué dice mi café Buen Hombre? Dígame el futuro »
« —No puedo predecir el futuro, el futuro lo hacemos con las acciones del presente. Pero en tu caso, hombre que alguna vez fue bueno, se sabe que eres y serás eterno porque todo lo que representas no tiene fin » Sentí que Dios podía dar una mejor respuesta que esa. El Otro nos miró a todos sonriendo, me tendió una corcholata con avioncito, se puso de pié y salió de la tienda. Mas entrada la noche pusimos las cobijas y los cartones en el patio para que los andariegos pudieran dormir, no sin antes haber dejado listos los listones que iban dedicados a doña Helena. 
Dios se quedó conmigo y me entregó a mamá, sentí la necesidad de darle la moneda así que corrí a la cocina y la tomé debajo del horno de barro; salí para dársela y estiré la mano y él sonrió sin aceptarla.  
Me dio una palmadita en la cabeza y se fue a recostar debajo del Orejón. 
Al día siguiente se celebraron las fiestas de Ninfa, la milagrosa. Dios no estaba presente y El Otro miraba de lejos, como hasta el día de hoy.

***

*AYARI VELÁZQUEZ (1990) Escritora de Tampico, Tamaulipas. Actualmente radica en Querétaro. Egresada de la licenciatura en Biología. Fue becaria del Festival Interfaz del ISSSTE-Cultura Acapulco 2015. Su libro “El Diablo”, editado por el Fondo Editorial de Querétaro, fue presentado en la Feria del Libro del Palacio de Minería de 2017.

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