Un amigo me tomó esta foto para hacerme ver cómo lucía en mi peor momento, miles de recuerdos se agolparon en mi mente y niego recordar aquel pasado. “Deseo que vuelvas a ser el de antes, un hombre triunfador, optimista y alegre, te extrañamos”, dijo.

Mi mente retrocedió en años y mil lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Entonces, recuerdo: Siempre consideré que yo era parte de una familia feliz, pues lo teníamos todo. De niño estudié en un buen colegio y gocé de una excelente situación económica. Mis padres siempre fueron muy permisivos, era una especie de premio por ser un excelente alumno y deportista. Nada me costó en la vida.

Viví en una casa hermosa en un barrio residencial, con dos perros de raza, un pastor alemán y el otro un doberman, además de dos muchachas que se encargaban de mantener la casa impecable. Mi padre había hecho instalar varias alarmas como medida de protección y seguridad de la casa.

Mamá dedicaba su tiempo a pintar y hacer labor social, además de ir al gimnasio. Papá era aficionado a los deportes, en especial el golf. Cada integrante de la familia tenía un auto del año para movilizarse. Todos vestíamos con ropa de marca, así era nuestro estilo de vida. Teníamos una casa en la playa, la cual visitábamos algunos los fines de semana.

Mi padre vivía dedicado a los negocios, era un hombre ejemplar, se preocupaba y amaba a su familia, Era muy metódico, hacía que todo funcionara como un relojito, pero eso no lo hacía menos cariñoso. Su máximo sueño era que sus hijos fueran profesionales destacados y a futuro se hicieran cargo de la empresa familiar, para él poder retirarse y vivir tranquilo.

Crecimos y nos volvimos adolescentes, comenzamos a ir a fiestas, con la advertencia y consejos de nuestro padre de ser siempre buenas personas y saber escoger bien a los amigos. Nos permitían hacer reuniones en casa con los compañeros de la escuela, al principio las reuniones eran bastante tranquilas, nos gustaba nadar y jugar cartas. Pero con el tiempo, algunos invitados llevaban consigo botellas de whisky o vodka, cigarros y poco a poco el ambiente se volvió tóxico. Comencé a fumar y a beber sin control. Posteriormente, vinieron las primeras drogas, queriendo sentir nuevas experiencias, no me detuve a pensar que esto podría convertirse en adicción, sin darme cuenta me convertí en un drogadicto.

Mi comportamiento cambió, era irritable, poco tolerante, descuidado en mi aseo personal, a veces me miraba al espejo y parecía un vagabundo, me odiaba a mí mismo, todo había cambiado, no tenía la fuerza de voluntad para cambiar mi situación, internamente sufría y veía a mis padres que lo pasaban mal.

Un día me hicieron saber que iban a internarme, que de esta forma iba a poder dejar las adicciones, además recibiría apoyo psiquiátrico y psicológico. Estando ya en la clínica conocí a Margarita, una chica que tenía problemas igual que yo, con la convivencia y las experiencias compartidas, me fui enamorando de ella. Margarita era dulce y comprensiva, sentía que éramos compañeros del mismo dolor. Pasaba los días conversando con ella, me sentí acompañado. Prometimos coincidir cuando estuviéramos sanos, para poder tener una verdadera vida juntos. Me dieron de alta. Parte del acuerdo entre los especialistas, constaba en ir una vez a la semana a terapia de grupo, para seguir fuerte y poder ayudar a otros.

Conocí muchos casos que me hicieron preguntarme cómo había llegado a esta situación, al punto de estar internado. Uno de los días de terapia de grupo, encontré a Margarita en el patio, fuera de sí, llorando y con sangre en las muñecas, había intentado suicidarse, pedí ayuda y llamamos a una ambulancia, ya que en la clínica no era posible atenderla. La visitaba los días que podía y siempre le alenté a recuperar sus ganas de vivir, que mi amor le estaría esperando. El tiempo pasó y también la dieron de alta, sin embargo, no me buscó.

Después de un año de estar en tratamiento de rehabilitación con las terapias, me sentí liberado, al fin había recuperado no solo la salud, sino las ganas de vivir

Al llegar a casa, me encontré con la triste sorpresa de que a mi madre le habían diagnosticado cáncer de hígado y desgraciadamente estaba muy avanzado, lo que significaba que le quedaba poco tiempo de vida.

Esta noticia me destrozó, lloré desconsoladamente, no lo podía creer. La luz que al fin había vislumbrado con mi alta definitiva, terminó por apagarse por la simple idea de imaginar una vida sin mamá. Ella al verme tan abatido y temiendo por alguna recaída, me hizo prometerle que no dejaría que mi tristeza me llevara de regreso a las drogas.

Nos unimos como familia, todos luchando con nuestros propios demonios y por la salud de mi madre.

Una mañana de otoño tocaron el timbre de la casa, para mi sorpresa era Margarita, era aún más bella de lo que recordaba, nos abrazamos y me explicó que no quería buscarme antes, porque ella misma se estaba poniendo a prueba, no quería que nos convirtiéramos en una pareja enfermiza. Nos besamos.

Margarita regresó para darme fuerza y motivación, busqué trabajo y fui contratado en un prestigioso banco como ejecutivo de negocios, y para ello debía vestir impecable, de traje todos los días, rasurado y con un buen corte de cabello, la vida nuevamente me sonreía, a pesar del dolor de la enfermedad de mi madre.

La verdad era muy bueno en mi trabajo y así pude comprar mi propio departamento, el cual compartía con Margarita. Todo se estaba acomodando, estaba teniendo éxito en todo. Lo único que no mejoraba era la salud de mi madre, así que decidí casarme antes, porque quería que ella estuviera presente en el matrimonio. Fue una hermosa fiesta, mi madre lucía feliz.

Es verdad que la vida da muchas vueltas, después de una luna de miel maravillosa, me reintegré al trabajo. No pasó mucho tiempo de mi regreso y me informaron que estaba despedido. Mi mundo se cayó y nuevamente se hizo mil pedazos, quedé en shock, me preguntaba constantemente ¿Por qué a mí? ¡Basta de tanto sufrimiento dios mío! Por favor no coloques tantos infortunios.

Mi madre falleció y esta situación dolorosa, me afectó más de lo imaginado, nuevamente me volví autodestructivo y mi esposa temiendo algo peor, me llevó a consulta con el psiquiatra que me había atendido en la clínica, determinó que padecía depresión. Me miraba al espejo y me sentía frustrado, infeliz, mi esposa me animaba a salir adelante, pero me sentía sin fuerzas, sin ánimo para ello. No tomaba los antidepresivos todos los días, era una negativa total a querer aceptar que mi estado de ánimo dependía de una pastillita.

A veces salía a caminar y hablaba solo, comencé a sentir que alguien me vigilaba, escuchaba ruidos y sonidos inexplicables, sentía miedo, no sabía qué estaba ocurriendo conmigo, sentía que me estaba volviendo loco. Tuve miedo y retomé el tratamiento psiquiátrico. Acepté que no era mi culpa sentirme de esa forma, que era algo en mi cerebro que no funcionaba bien y que el fármaco, junto con la terapia, me ayudaría a tener una vida más estable. El amor de mi esposa permaneció incondicional.

Margarita también solicitó la ayuda de mi padre, que sin dudarlo me ofreció ingresar a su empresa. Me dediqué entonces a trabajar, a dar lo mejor para mi esposa y a ser responsable de mi salud mental.

Entendí que la vida a veces es cruel y aprendí una gran lección desde el dolor: la vida es frágil.

Sin embargo, la vida también te da sorpresas agradables, Margarita me dijo que estaba embarazada y pude vislumbrar una esperanza nuevamente, la esperanza que solo puede darte una nueva vida: un hijo, mi sangre, mi luz.

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