Hace algunos años, cuando recién me había graduado de la preparatoria y justo antes de ingresar a la universidad, decidí realizar un viaje a Michoacán con el propósito de visitar los pueblos más representativos y pintorescos, traerme algunos recuerdos de cada uno de ellos y generar memorias que me ayudaran a enfocarme durante los cinco largos años que me esperaban en mi carrera.

Fui a Paracho: compré una guitarra; Capula: unas ollitas de barro; Quiroga: un portarretratos; Santa Clara del Cobre: una pulsera, y así en cada lugar que visité en ese mes de viaje. Eran finales de octubre, se acercaba el Día de Muertos y recordaba haber escuchado sobre los festejos que se realizan año con año en Pátzcuaro con motivo de dicho día, así que decidí cerrar mi travesía en aquel lugar que me parecía mágico.

El primer día fui del final de mi viaje, fui a la Isla de Janitzio, vi el espectáculo de Día de Muertos y comí charales fritos. El segundo y último día, decidí ir a la “Casa de los once patios”, residencia antigua de monjas dominicanas y que en la actualidad servía de bazar de diversas tiendas de artesanías y artículos de la región. Comencé mi recorrido sin rumbo cierto. Igual que muchas casonas de antaño me sentía como Asterión de un laberinto desconocido, sus pasillos enredados y de oscuras esquinas y recovecos me enredaban a tal punto que siempre terminaba en el mismo lugar. Fastidiada, me senté en uno de los mentados once patios a beber un poco de agua y repasar mentalmente mis pasos tratando de encontrar una salida.

Oscurecía, aun no conseguía adquirir un souvenir digno del lugar y por más que me esforzaba en descifrar el intrincado camino, no daba con la salida. Me econtraba completamente frustrada, ni siquiera sabía si ya había recorrido los malditos once patios o solo había repasado once veces uno o dos patios. Pensaba todo ello cuando una voz, apenas audible y temerosa, me llamó:

—¿Me puedes llevar con mi mamá?— Era un niño no mayor de seis años, de tez cobriza, cabello oscuro, grandes ojos negros, pequeñito y ataviado con un uniforme escolar de pantalones grises, camisa blanca y chaleco rojo —raro para la época “vacacional” del año—.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté intrigada.

—Estoy perdido, mi madre se ha metido en alguna tienda, solo que no se cuál. Me pidió que me quedara aquí quietecito cuidando su cruz… —y me la mostró con sus pequeñas manos que la hacían ver más grande de lo que era; se trataba de una cruz de madera pintada de azul con flores en cada una de sus cuatro puntas, orillas doradas y en el centro un espejo circular—. Pero tengo mucha hambre y frío. ¿Me ayudas a buscarla?

Por un momento me perdí absorta en aquella cruz, era justo el tipo recuerdo que quería de este lugar. Tal vez si le ayudaba…

—Okey, te ayudo, pero debo advertirte que yo también estoy un poco perdida —por no decir mucho—, pero, si te llevo con tu mamá, los dos me llevarán al lugar donde compraron la cruz que traes, me gustaría mucho tener una igual. Por cierto, me llamo Maya ¿y tú?

—Tomás —y me tomó de la mano.

Juntos empezamos a recorrer los pasillos, muchas tiendas ya habían cerrado sus puertas y muchas lámparas habían dejado de alumbrar, lo que le daba al lugar un aspecto más sombrío. El frío ciertamente arreciaba y una humedad que exhalaba del piso, paredes y techos nos calaba los huesos. Aceleramos el paso, pero por ningún lado encontrábamos a su mamá, ninguna mujer resultaba ser ella.

Mientras tanto, en nuestro recorrido, Tomás me contaba partes de su vida: que no conocía a su padre y no tenía hermanos, vivía junto a su mamá y muchas otras mujeres que siempre vestían de negro y nunca sonreían; les tenía un poco de miedo porque sentía que no le querían mucho, siempre le andaban gritando por todo y aunque su mamá trataba de defenderle no siempre tenía éxito, a veces ella también era severamente castigada y encerrada en habitaciones, similares a la de la casona en la que nos hallábamos, en completa oscuridad y obligada a pasar horas en aquella soledad rezando padres nuestros y aves marías hasta la mañana siguiente. De hecho, por una de sus “travesuras” estaban aquí, sin querer él había roto una cruz como la que tenía en sus manos, mientras jugaba con ella a bendecir a unos cahorritos tal y como veía al padre del pueblo hacerlo en la misa dominical, por lo que su mamá lo trajo inmediatamente para acá para que, con su domingo, compraran una nueva antes de que las mujeres de negro se enteraran.

Todo lo que me contaba Tomás me casuaba una sensación extraña, lúgubre y a la vez de compasión, a tal grado que sentí encariñarme con el en esos quince o veinte minutos que permanecimos recorriendo aquel lugar. Pronto, sin darme cuenta, ya habíamos recorrido los once patios, lo sé porque Tomás en cada uno me daba una breve explicación de ellos. Me dejé guiar y conducir por un niño, por un niño de seis años que no conocía pero que me despertaba sentimientos extraños. Ya era de noche y se escuchaba a la poca gente abandonar el lugar.

—Oye, creo que mejor nos vamos de aquí y te llevo con la policía para que nos ayuden a localizar a tu mamá, ya es muy tarde y corremos el riesgo de que nos dejen aquí encerrados; quizá hasta tu mamá te ha ido a buscar fuera de aquí —le dije al ver su cara de preocupación.

—¡No! —gritó y se safó bruscamente de mi mano para echarse a correr hacia uno de los tantos oscuros pasillos.

—¡Tomás! ¡Regresa! ¡Ven acá! ¡Ya van a cerrar y nos van a dejar aquí…! —le llamé desesperada y repetidamente, pero no respondió.

Estaba decidida a aventurarme una vez más en aquél tétrico lugar, cuando al dar el primer paso un brillo me cegó los ojos: era la cruz, Tomás la había soltado cuando escapó y yacia a mis pies, me agaché, la recogí y la revisé concienzudamente, estaba perfecta. Volví a perderme en ella, pero cuando mis ojos vieron su centro pude vislumbrar reflejado a mis espaldas un enorme cuadro antiguo de una joven monja y un niño tomados de la mano, y ese niño era Tomás…

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