Arriba, entre montañas azules cubiertas por velos transparentes, se levanta un pueblo bendecido por numerosos matices. El lugar deslumbra por su belleza, pero no solo por los bosques de pino en sus alrededores lo hace también por la pureza de su gente, personas que viven su existencia sin ritmo ni tiempo, como atrapados en un sortilegio. Los colores son intensos, ya sean de las arboledas coronadas por el sol, el cielo inmaculado, las aguas de los ríos o de los frescos caminos que vibran por sus sonrientes muchachas. Tal encanto no pasa desapercibido por las rancherías y localidades vecinas, porque este sitio es el destino de muchos jóvenes que rondan el pueblo con la esperanza de conseguir un amorío de cabellos castaños y ojos cristalinos: Pedro es uno de ellos. Ha encontrado en la compañía de una joven la oportunidad de madurar como hombre y estar en la posibilidad de hacerse con su propia familia. La ilusión de la primera novia, el primer amor. Ese día, como todas las tardes, atraviesa los caminos polvorientos de su rancho para adentrarse en los bosques que protegen al pueblo. Entre el canto de jilgueros y gorriones va deslizándose sobre la hojarasca que no para de crepitar bajo sus botas. Por fin, después de varias horas, llega al jacal donde vive su novia. A comparación del tiempo que duran los recorridos la visita es breve. La pareja comparte su tiempo entre risas nerviosas, caricias fugaces y besos pudorosos. Los padres de la chica están cerca, les vigilan. Necesitan corroborar la decencia del joven al que entregarán su hija. El muchacho sabe comportarse, cuando cree conveniente decide que es hora de irse. Entiende que, sin vehículo, carreta, ni caballo, debe atravesar de nuevo las arboledas para volver a casa, y aquel bosque desde siempre ha tenido un aura sombría que se ha acentuado con años y años de historias de embrujos y terrores ocultos. Después de despedirse, Pedro inicia el camino de regreso. Es feliz, lo siente, y aunque su cuerpo y sus facciones son las de un adolescente, ya se ve a sí mismo como un hombre realizado. Ya era tarde y supo que le caería la noche a mitad del camino, no es que le diera miedo, más allá de coyotes no había nada que debiera temer en esos árboles, pero tenía cierta precaución por si se encontrase alguien durante el trayecto.

#Cuento | Hojarasca
#Cuento | Hojarasca

Las alturas eran de un tono plomizo, presagio de una tormenta que amenazaba con complicar el regreso. Pedro decidió tomar una ruta alterna, más directa y que le llevaría a cortar camino a través de los cerros, y así, orientándose con el sol, la figura de Pedro se perdió entre verdes senderos que se abrían a través de la densa masa forestal. Después, ya con un gran trecho, jadeaba por el esfuerzo y la cara le ardía por los arañazos hechos en el recorrido. Una fina brisa se dejó caer, y a través de los huecos de las nubes se dejaban ver las primeras estrellas. Estaba calculando la hora de llegada a su casa, cuando un ruido le sobresaltó: alguien había gritado. Paralizado y con el pulso agitado se quedó escuchando al bosque, pero más allá de su garganta palpitando no percibió nada que no fuera natural. Los árboles de pronto le parecieron tenebrosos, había un aroma en el aire de cosa quemada, y cualquier sombra le generaba desconfianza, el silencio sepulcral le ponía más tenso aún. A punto estuvo de iniciar el camino cuando lo escuchó de nuevo. Puso sus ojos en cada rincón, pero la oscuridad y sus nervios le hacían construirse imágenes de engendros y cosas que le acechaban. Otro lamento se oyó cerca y el muchacho sintió como se le clavó en el estómago, un coro de extrañas voces le siguió, y Pedro en estado de alerta miró en todas direcciones. A lo lejos distinguió algo y sintió desmayarse al reconocer las siluetas de decenas de personas entre las sombras, todas vestidas de blanco y formando un extraño círculo ceremonioso en cuyo centro estaba una anciana.

“Son los masones”, pensó Pedro. <

Google News

TEMAS RELACIONADOS