Sacaron a Ricardo Buenrostro a trompicones. Su madre le suplicó que corriera a esconderse, no había escapatoria más que el exilio.

Lo metieron en la cajuela del Tsuru gris y así, echo bolita, comenzó a recordar la atrocidad cometida y lo que lo llevó por tal camino.

Si tan sólo entendieran —pensó— no me juzgarían de tal manera. ¿Un hombre en tales circunstancias qué puede hacer? ¿Resignarse?, no es una opción. Me quitaron todo al nacer. Es una maldición que no le deseo a ningún hombre.

“No sabía de tristezas, ni de lágrimas ni nada, que me hicieran llorar…”, tarareó cuando pensó en la infancia. Desconocía sus pesares, entonces, todo era más sencillo.

La madre siempre le explicó que lo suyo no lo hacía ni mejor, ni peor. Además, todo funcionaba como debía. Buenrostro le creyó por ocho años, pero después todo fue en declive.

La adolescencia, la maldita adolescencia. Ricardo siempre tan bien parecido acompañaba a su padre a las serenatas realizadas en la vieja plaza. Su primer traje de mariachi lo lució con tal garbo, que las jóvenes embobadas se congregaban alrededor suyo entregándole recaditos, que al finalizar leía extasiado.

Carmen, su primera novia formal, lo traía de un ala. Fue cuando al estar solos ocurrió la desgracia. La noche cayó como de costumbre; subió a la habitación de la joven y a los pocos minutos se desprendieron de todo harapo adherido al cuerpo. Al estar frente a frente, Carmen soltó la carcajada de su vida. El estruendo fue tal, que la familia despertó y entró corriendo a la habitación. Todos rieron al unísono. Ricardo enrojecido, saltó desnudo por el balcón, ropa en hombros, huyó hasta perderse en el cerro.

Al día siguiente, todo mundo murmuraba y entre aquellos débiles chismorreos se alcanzaban a entender las palabras: deforme, inválido y sin testículo, pero la que más le dolió fue… castrado. Está de más decir que Carmen terminó con él y el padre de Ricardo se avergonzaba de su propio hijo.

Se sentía débil, con el corazón roto y la autoestima por el piso. Más que dolor por la ruptura, le enfurecía que todos lo consideraran un macho a medias o un machomenos como también le llamaban. Ocultó los pesares con los que hasta entonces había crecido y adquirió hábitos que creía afianzaban su macho interno. Constantemente se le veía con una botella de tequila y se le escuchaba cantar: “No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey”.

Cargaba todos los días el revólver de su padre, amenazando a todo aquel que lo llamara por sus apodos. Con el pasar de los años, la realidad se transformó en mito forzado del que sólo el implicado no podía escabullirse. Sentía que la virilidad se le esfumaba durante cada año transcurrido y tenía que buscar la solución en algún lugar lejano, fuera de oídos chismosos y poco comprensivos.

Así fue a dar a un mercado poco concurrido, lleno de yerberas con soluciones prácticas y baratas para todo tipo de malestares. Tocó en el patio del lugar con sus jóvenes acompañantes. Finalizado el acto, se le acercó una señora de ojos marrón y mirada penetrante, quien le dijo:

—Dime qué te acongoja y con gusto encontraremos solución.
—No pierdo nada —pensó—. Así que le susurró al oído el mal que lo atormentaba.

La mujer puso en sus manos una bolita de castaña de indias y junto con ella, un papelito portador del hechizo que le aseguraba, que aquella pequeña esfera rugosa se convertiría en el testículo faltante al salir los primeros rayos de sol. Pero había una cosa más. El encantamiento sólo funcionaría, si colocaba junto a la castaña el testículo recién cortado de un ser vivo.

Al terminar de leer, volteó para reclamarle a la señora semejante atrocidad, pero lo único que percibió fue el vacío de un mercado sucio y ocho acompañantes aburridos.

Al día siguiente, Ricardo despertó pensativo. Estaba decidido a realizar el ritual, pero el acto solicitado remordía su conciencia sin haberlo consumado aún. Pensó en mil formas y analizó cada hora para distinguir a los transeúntes del pueblo.

—El bar siempre está lleno —pensó—, pero a los borrachos siempre se les toma por locos. Si alguno se atreve a observar, será fácil convencerlo de lo contrario. La tiendita cierra a las 11 —siguió— por lo tanto, a media noche las calles estarán vacías, salvo las almas en pena que poca importancia me merecen.

El plan se fortalecía. A las doce de la noche se dirigiría a la gran casa de don Antonio; sigiloso, entraría por el lado del establo para realizar el cruel acto. Después, correría deprisa, sin testigos fisgones, perdiéndose en la penumbra y esperando los primeros rayos del astro luminoso para observar el anhelado resultado.

Volvió a su hogar aguardando la hora acordada. Las 6, las 7, 8, 9, 10, las manecillas lo acercaban a la pieza faltante en su ser. Comenzó a colocarse el traje de mariachi, ya que pensaba, le brindaría suerte para lograr el objetivo.

Las once. Se arrodilló frente al Cristo que tenía en la habitación, pidiendo entre rezos regresar con bien. Se levantó decidido. Cerró la puerta, sombrero en mano caminó despacio entre terracería y murmullos del viento. De vez en cuando cantaba suavecito: “Guitarras de media noche, que vibran, bajo la luna, tan luego que den las doce, por donde me oigan, sigan mi voz…”.

Llegó a la casa de su madre y en la entrada del portón colocó el ornamentado sombrero. Siguió su peregrinar por dos cuadras más.

Doce en punto. La casa de don Antonio estaba inundada en silencio. Brincó la cerca dirigiéndose al establo; sacó un cuchillo de entre el cinturón y fue en busca del toro más grande.

Lo encontró dormido en un compartimiento separado, para su fortuna. Se colocó detrás y con movimiento veloz le cortó uno de los testículos. Antes de que el animal soltará una patada para defenderse, Ricardo salió disparado del lugar, con las manos ensangrentadas y dejando el cuchillo en el lugar de los hechos.

Las luces se encendieron al oír el lamento del animal. Buenrostro asustado y percatándose de su error al dejar evidencia, encaminó la huída hacía la casa de su madre. Tocó desesperadamente el portón, levantó el sombrero y en el mismo, vació el testículo del animal junto con la castaña de indias.

Su madre le abrió exaltada mirando las manos totalmente rojas del hijo; pensó lo peor. A los pocos minutos, don Antonio y su gente buscaban al responsable. La casa vacía del mariachi indicaba que debía estar con su progenitora.

Mientras tanto, Buenrostro se alejaba entre recuerdos en la cajuela de un Tsuru gris, sosteniendo cuidadosamente el contenedor de la frágil masculinidad, por la que tanto había llorado a escondidas.


*Andrea Luna Mendoza (Querétaro, 1993). Licenciada en Estudios Literarios por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado ensayo y cuento en revistas digitales e impresas. Actualmente cursa el taller de Creación Literaria con la escritora Ayari Velázquez.
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