Parte 5

Ximena, la amada inmóvil. Yacía en el piso con las costillas, el corazón y el alma rota. Tomás había sacado toda la frustración que implica no poder ser quien eres libremente con la única mujer que lo conocía. Fragmentando a Ximena, él sentía que podía romper por siempre con aquella verdad que lo asfixiaba en el día y lo ahogaba en llanto por las noches. Ella significaba todo lo que él no podría ser con plenitud, era la soga que él mismo hiló y se ató al cuello, ella era la consecuencia de la ausencia del amor propio.

Regresando a casa Tomás llegó a lavarse las manos, “Treinta segundos hijo”, le recordó su madre desde la sala. Treinta segundos no bastaron para quitarse el cabello y la sangre de las uñas.

—¿Y Ximena hijo? —preguntó la madre de Tomás acercándose al baño, él procuró entrecerrar la puerta.

—No me recibió.

—¿Pero por qué? —preguntó sorprendida ya sin acercarse.

—Estaba con alguien más, parece que no ha estado tan sola en esta cuarentena, pero está bien mamá, no te preocupes. Ya se tenía que acabar esto de todas formas.

—¡Pero no puede ser! Si Ximena es una muchacha decente…

—No tienes idea de lo indecente que puede ser Ximena, no tengo ganas de hablar de esto, ya no me preguntes nada.

Esto último hizo retroceder un poco a la madre de Tomás, en sus palabras existía odio más que dolor. Dejó el tema por la paz y regresó a ver la televisión.

Tomás siempre había tenido un carácter difícil, desde pequeño lo llevaron a especialistas para entender por qué tenía una personalidad tan volátil: “Es como si algo lo molestara, como si algo lo carcomiera por dentro señora, pero no logramos descifrar qué es. Sería bueno que lo metiera a algún deporte en equipo, cuando aprenda a convivir tal vez sea más sencillo poder llegar a aquello que tiene tan guardado”. Sus padres preocupados lo inscribieron en soccer, futbol americano, equipos de natación, baseball; lo único que lograban era agotarlo, agotar las ganas que tenía de pelear y rezongar pero el enojo con la vida parecía no disminuir. Lo que los padres de Tomás no sabían era que él quería hacer otro tipo de actividades: dibujar y ser bailarín de ballet; su mamá era dueña de una academia, muchas veces Tomás la acompañaba cuando salía temprano de la escuela; él contemplaba a las niñas elevarse en aquellas zapatillas tan bonitas, en más de una ocasión su madre llegó a verlo imitando los movimientos de las niñas y tratando de calzarse las zapatillas de las alumnas. Con amor ella lo quitaba y le daba un balón o un carrito, “Esas son cosas de niña Tomás, aquí están tus juguetes, juguetes para niño”, y así pasó su infancia idealizándose en aquellas bailarinas. Ya en la adolescencia fingió inscribirse en handball, sus padres compraron el uniforme y al parecer su carácter era mucho más amable y tolerante. La verdad era que formaba parte del grupo de danza contemporánea y lo hacía muy bien. Tomás era guapo, atlético, con rizos, ojos verdes, alto y una sonrisa misteriosa, tenía muchas admiradoras, él era amable con todas pero lo suyo no era estar en el corazón de las jovencitas, sino de los hombres. Su primer beso había sido con un compañero de ballet, un día en los vestidores Raúl, quien ahora es su pareja, se quedó al final para platicar con él.

—¿Por qué tienes dos uniformes?

—Porque mis papás creen que estoy en el equipo de handball.

—¿No les gusta la danza?

—¡Claro! Mi mamá tiene una academia de ballet.

—¿Entonces?

—Tú y yo sabemos que el ballet es para puñales, pero pues a mí me gusta como a ti y no somos putos.

—¿A ti te gusta qué Tomy?—preguntó Raúl acercándose hasta quedar frente a frente.

—¿Qué me gusta de qué? ¡Pues las viejas! ¿Qué a ti no? — argumentó intentando sacar su macho interior.

—A mí me gustas tú —dijo acariciando los chinos de Tomás—. Y yo sé que te gusto también.

—¡No me toques o te madreo pinche maricón!

—No lo harás, porque eres bueno y me quieres.

Raúl le enseñó a besar, a querer, a no estar enojado. Pero su familia jamás entendería que su único hijo era el mejor bailarín de danza contemporánea y que estaba enamorado de un hombre, así Raúl fuera el mejor de los hombres, en la cabeza de los padres de Tomás aquello era aberrante y antinatural.

Pablo entró apresuradamente para levantar a su amada inmóvil, le gritó al chofer que llamara una ambulancia, el chofer lo hizo pero no tuvo suerte, “Sino es por Covid no mandan ambulancia jefe”, Pablo intentó cargarla entonces, Julián, su chofer, se acercó después de entender que su jefe no podría siquiera moverla por él mismo, bajaron y la acomodaron en el auto. Ximena abrió los ojos y comenzó a llorar de miedo y de dolor, “Vas a estar bien mi vida, vas a estar bien”, le decía un Pablo nervioso con voz trémula.

No pudieron ingresar al Hospital Español, Médica Sur, ABC Santa Fe. Pablo bajaba en persona desglosando su influyente biografía, su amplia cartera, sus amenazas pero no. Ximena no podía ingresar por la saturación de enfermos con Covid-19, “Señor, usted no debería siquiera bajarse de su auto, es parte del grupo de riesgo”, “Grupo de riesgo tu puta madre”, les respondía ya un Pablo lleno de frustración. Ximena se desmayó un par de veces más antes de llegar al destino donde por fin podrían proveerle la atención necesaria, un lugar desconocido para Pablo, no tanto para Julián, el Hospital General de Ecatepec las Américas, tenía una cartulina que indicaba que además de pacientes con sintomatología leve para Covid-19, atendían otro tipo de emergencias. Al abrir la puerta del auto Pablo se mareó por el olor que expedía el ambiente, un hedor entre grasa y coladera.

—¡Muévete Julián!

—Señor no es un lugar seguro.

—¡Ya lo sé carajo, pero es lo que hay! Ayúdame a bajarla —Julián se bajó y ayudó a su jefe a bajar a la amada inmóvil, después regresó a su asiento. —¿Qué haces? Julián ayúdame a meterla al hospital.

—No señor. Soy diabético y corro el riesgo de contagiarme.

—Julián no me vengas con eso ahorita, bájate y ayúdame.

—No señor —contestaba Julián mecánicamente sin voltear a ver la batalla entre la osteoporosis de su jefe y los 60 kilos de Ximena.

—Julián tu trabajo depende de que en este momento te bajes y me ayudes a ingresarla.

—Entonces ya no tengo trabajo señor, discúlpeme pero no puedo darme el lujo de enfermarme.

Pablo lo maldijo y después comenzó a arrastrar el cuerpo de Ximena hacia el hospital, un par de enfermeros se dieron cuenta, corrieron para auxiliarlo y subieron a Ximena a una camilla. “Señor necesita traer cubrebocas”, le dijo uno de los enfermeros indicándole dónde podían proporcionarle alguno.

—¿Qué le pasó? —preguntó uno de los enfermeros mientras tomaba los signos vitales, Ximena volvía a estar consciente pero era un grito de dolor.

—No sé, cuando llegué a su departamento, estaba en el suelo y la puerta estaba abierta, creo que la asaltaron, no me ha dicho nada se ha desmayado del dolor, tenemos casi dos horas buscando atención médica, creo que tiene las costillas rotas…

—Necesito que llene los documentos de su hija, señor. ¿Cuál es su nombre? Tendremos que llamar a la policía para que de su declaración, nosotros nos haremos cargo de ella.

—Se llama Ximena y no es mi hija.

—Lo siento, pero solo familiares directos podrían estar aquí.

—Él es todo lo que tengo —dijo Ximena llorando mientras intentaba tomar la mano de Pablo. Los enfermeros se miraron y asintieron.

—Nosotros la atendemos señor, por favor vaya hacia el mostrador para el alta de la paciente. No se mueva de la sala de espera, ya que somos un área de alto contagio por el coronavirus.

Pablo se dirige a dar los datos de Ximena, se da cuenta que no la conoce tanto como él pensaba, ni siquiera sabe su tipo de sangre. Antes de salir del departamento alcanzó a tomar su bolsa, de ella sacó las identificaciones para poder llenar las formas. En uno de los compartimentos había un papelito doblado en cuatro que decía: “En caso de emergencia llamar a Eduardo Cantú de León 56582436”. Llamar a Eduardo, no a Pablo.

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