Hablar de la vida, desde la barrera o el ring-side, que implica hablar de otr@; es como estar siempre detrás de un cristal que nos mantiene seguros. Cuando recibí la invitación de EL UNIVERSAL Querétaro para tratar de articular una posibilidad más real que imaginaria, sobre lo que ha implicado para mí y tod@s los mi@s, vivir cerca de alguien que más que famoso, es sumamente TALENTOSO, mi hermano Sabo, sí Sabo Romo, el mismo de Caifanes, me hizo reflexionar sobre aspectos que aquí trataré de tejer, para dar una imagen, semejante, pero diferente.

Debo arrancar desde las raíces que nos son comunes a los cuatro hermanos, que habiendo sido cinco, hoy configuramos el clan Romo López/Romo López Guerrero. Nuestros padres, Rosa María y Salvador, se conocieron en la década de los cuarentas en la hoy Ciudad de México, otrora Distrito Federal, y aunque sus raíces se clavan en las tierras veracruzanas y duranguenses, sería este ombligo de la luna, la llamada Ciudad de los Palacios, la que los vería armar sus vidas.

Apegados a la tradición habían convertido a sus padres, en abuelos; regalándoles dos varones y una nena, entre 1959 y 1962. El primogénito, quien esto escribe, seguido de Lula, como hoy le place ser llamada a María de Lourdes; y Sabo, Sabo Romo, como la mayoría le corea al salir al escenario, para completar la agrupación que tod@s conocemos y que es como dijera Xavier Velasco en su maravilloso libro: Una banda nombrada Caifanes.

Antes de platicar sobre lo que es mi experiencia como hermano del buen Sabo, en lo que hoy es una amplia, gozable y estruendosa trayectoria de “La Banda”, quiero dar algunas otras coordenadas de vida que lo llevan al lugar en que hoy está y donde unas más y otros menos, pero tod@s juntos hemos seguido de cerca, unos a la sombra de un músico nato y otras con los reflectores iluminando sus rostros.

Bailaba al ritmo de la música. Desde niño, Sabo dio muestras de una inclinación musical, distinta a la de su hermana y su hermano. Muy pequeño era común verlo bailar al ritmo de la música que se oía en casa, gracias a que nuestros padres, uno contador y la otra químico farmacobióloga, acostumbraban escuchar desde Frank blue eyes Sinatra, Alfredo Sadel, Phillip Soza, Francisco Gabilondo Soler, Glenn Miller, a veces algo de tango, zarzuela y ópera, los tres amores musicales de Salvador, y a ratos y en el auto, emanando de las bocinas del vehículo, al sintonizar Radio 590 ¡La Pantera!; o Radio Éxitos, a los Beatles, sus Satánicas Majestades, los Rolling Stones, los Kinks y muchas otras bandas de rock estadounidense y británico.

En esas épocas, tal vez ninguno, salvo él, nos dábamos cuenta de esa pasión que le llenaba la cabeza de rock, y le daba razón, rumbo y sentido a su vida. En algún momento entre 1963 y 1970, Rosita, como llamaban sus amigas a nuestra madre, tuvo una caída y perdió el fruto del amor, que casi siempre vimos entre nuestros padres. Un niño, que hoy nos hace falta.

En una noche de febrero, Rosa María, nuestra madre, después de un día típico de trabajo hogareño y atención a sus pollos y a su marido, exhalaba su último aliento, en una noche que a cada uno de sus hijos nos ha acompañado de distintas maneras y le dejaba la responsabilidad de sus ahora cuatro hijos, pues había llegado, apenas hacía dos años, la menor y última, Claudia; a Salvador, que en su nombre lleva las señales de cómo y que hay que hacer para lograr que en plenos años setentas, después de los choques juveniles con los gobiernos del mundo, de finales de los años sesentas, en plena época hippie, la llamada liberación femenina, la quema de brasieres, la psicodelia y los nuevos-repetidos esquemas sociales, hiciera de cada uno de nosotros, lo que en buena medida hoy somos, al sembrar en cada un@, las semillas de la libertad, la pasión, el compromiso, la entrega, la alegría, la integridad y el gusto por la vida.

Cada uno de nosotros aprendió a tender camas, a lavar ropa, a cocinar y a confortar y acompañar a los hermanos y las hermanas, que ahora estábamos bajo la tutela única, inconfundible y amorosa de nuestro padre, de nuestro Salvador Romo Andrade.

Estando en la secundaria, con Lula y Sabo en la primaria, la única alternativa que hubo, fue que la menor, se fuera a vivir con mis abuelos paternos, donde fue cobijada por ellos, por mis tías Licha y Meche y por el tío Carlos.

¿Qué vas a hacer? Sabo pronto mostró que las maneras tradicionales de educación no eran para él, y después de pasar una tortuosa temporada, en la misma secundaria, donde Lula y yo habíamos pasado sin mucha pena y algo de gloria, sobre todo Lula, que siempre estuvo en cuadros de honor, tuvo que ser ubicado en otro colegio, uno particular que tampoco logró capturarlo y casi un año después, lo vio irse, no sin antes enfrentar a Don Salvador, quien le diría: “Aquí no quiero flojos, ¿Qué vas a hacer?”.  Y él respondió: “Quiero ser músico”.

Ya había aprendido a tocar la guitarra y junto a su amigo Glenn Parraga, dar los primeros pasos hacia un vórtice que se lo tragaría para llevarlo a las alturas que más tarde él mismo construiría, pues la respuesta de mi padre a su hijo menor fue: “De acuerdo, pero haz de ser el mejor”. Aspecto que hoy ninguno podemos poner en duda.

En la Banda Cherry, de su pubertad, con amigos y vecinos, donde era el guitarrista (sí, Sabo, inició requinteando), les faltó el bajista en una fiesta, no tuvo más remedio que agarrar la guitarra de las cuatro cuerdas, para ya no soltarla jamás.

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