Como “un niño en Disneylandia”, así recuerda Porfirio Gutiérrez que se sintió cuando entró a los archivos del American Indian Museum (Museo Nacional del Indígena Americano), del Smithsonian, en Washington.

Lo que allí vio el artesano de textiles —oaxaqueño, de 37 años—, no lo conocía más que por las historias de su padre, artesano también, de Teotitlán del Valle. Porfirio pudo ir al museo tras recibir uno de los cuatro premios que la institución estadounidense concedió en 2015 a creadores tradicionales del hemisferio occidental (los demás fueron tres indígenas de ese país), dentro de su Programa de Liderazgo Artístico (Artist Leadership Program). Gutiérrez fue a investigar en los archivos donde se conservan, por ejemplo, piezas originales del siglo XIX realizadas en Teotitlán, al igual que fotografías y documentos que refrendaron su convicción de impulsar el rescate de los tintes naturales en los textiles, una tradición a punto de extinguirse.

La voz de Porfirio a través del teléfono, delata su periplo. Las preguntas que hace a Juana su hermana, la mayor conocedora de la familia en asuntos de tintes naturales, son hechas en zapoteco, su lengua originaria; el inglés, que se propuso aprender cuando llegó como inmigrante a Estados Unidos, afecta el español que comenzó a hablar sólo cuando a los seis años entró a la primaria. Cualquiera de estas lenguas son útiles para lo que Porfirio quiere hacer: preservar los saberes artesanales. Lo hace con su familia, desde Ventura, California y, sobre todo, desde Oaxaca donde, como parte del reconocimiento del Smithsonian acaba de impartir un curso a 15 jóvenes artesanos en el taller familiar en el que vieron cómo producir, recolectar, combinar, procesar y alcanzar la intensidad del color que sólo es posible a partir de cochinilla, añil, cáscara de granada, zapote negro y otras plantas.

“Al llegar al Smithsonian vi textiles de aproximadamente 200 años de antigüedad que fueron creados aquí en Teotitlán, que no tenemos aquí en México, lo que tienen (en museos como el Textil) es muy poco”. Porfirio recuerda que también observó los diseños y un tipo de piezas “muy finas y elegantes” que cree “se hacían para los caballeros, para los españoles tal vez”. Vio fotografías que constataron las historias oídas: “Eso me conectó con lo que mi papá me contaba, cómo eran las casas, cómo se vestían de manta de color blanco, con sombrero, con sarape, con cobijas en el hombro”. Vio también capas, hoy en desuso, hechas con ixtle, y más piezas en palma y fibras duras.

Corroboró que el tinte químico llegó a Teotitlán hacia 1850; en el Smithsonian encontró textiles adquiridos en su pueblo, de 1920, que ya estaban teñidos de manera artificial.

Para él es urgente rescatar lo natural: “Incorporarlo 100% a nuestro trabajo; en este momento está en peligro de extinción. Propuse una residencia para hacer investigaciones profundas sobre las técnicas del teñido tradicional de Teotitlán, más que nada verificar lo que hemos estado haciendo por mucho tiempo las pocas familias que han quedado con la tradición”.

Los viajes. Cuando cumplió 12 años, Porfirio aprendió a tejer; se hizo artesano, uno de los miles que hay en Teotitlán. Como varios primos, hermanos y conocidos emigró a Estados Unidos; tenía 18 años y dos metas: una casa y una camioneta. El viaje fue como el de muchos otros mexicanos: partió en camión con un primo que ya tenía papeles; de Oaxaca a Tijuana fueron cuatro días; no hubo dinero para comer más que las tortillas que le preparó su mamá. Siete meses de ahorros en la ciudad fronteriza le ayudaron a “juntar lo suficiente para el coyote”. Hizo dos intentos; en el primero los “agarraron muy temprano”; al segundo, lo logró.

Diez años se tomó para volver; trabajó en restaurantes de comida rápida; fue chofer, traductor y gerente de ventas en una empresa. Continuó los estudios, aprendió inglés. Se casó, tuvo un hijo. La artesanía quedó atrás.

Al volver a Oaxaca no traía la camioneta ni el dinero para la casa. “Es cuando redescubrí mis raíces, cuando tuve oportunidad de entender mi identidad y la responsabilidad que conlleva ser parte de una comunidad ancestral que tenía, que tiene, tradiciones, raíces de miles de años”.

El textil se volvió una obsesión. Dice que no pasó un día sin pensar en los diseños, técnicas y colores. “Regresando, yo no quería ser un artesano, de los más de mil, 2 mil, 3 mil; no quería que mi familia o yo fuéramos uno más, el 3 mil uno, sino que fuéramos los artesanos que están proponiendo”.

Con su hermana Juana, sus papás y otros miembros de la familia ha crecido el taller. “Cuando regresé ya no lo vi como un trabajo, era como un arte, una manera de expresar”. El propósito es que la producción sea hecha en su totalidad de manera natural, pero no es fácil. Sus padres —él es tejedor y ella, cardadora— habían mantenido la tradición de usar plantas pero no fue posible con dos sustancias clave: la cochinilla y el añil, porque hoy la producción de éstos en el país es mínima.

De ahí el énfasis del taller “Reviviendo técnicas del tejido tradicional zapoteco” que Gutiérrez impartió a jóvenes artesanos de entre 18 y 26 años. En éste enfatizó la necesidad de preservar el uso del añil, planta que da el color azul, y el de la cochinilla, insecto que crece en los nopales y que da el rojo.

“Los únicos elementos que compramos fueron la cochinilla y el añil; las producimos, pero muy poco, hablamos de gramos; conlleva un trabajo cultivar y producir la cochinilla. Como mordantes, usamos el alumbre de potasio. Lo demás se adquiere aquí: la cáscara de la fruta de la granada, el zapote negro, el pericón, la que llamamos lengua de vaca. La mayoría de las plantas son frutales, silvestres”.

Hablaron también de que muchas veces los jorongos, ponchos o cobijas, conservaban el color de la lana de los borregos; de que anteriormente las prendas eran más para vestir que para decorar. “Cuando se acabó el mercado de cobijas y llegó al producción comercial, el mercado más turístico, esa producción trajo más trabajo, la comunidad prosperó mucho, pero estas prácticas matan las técnicas tradicionales. Están hechos a mano, pero con tintes químicos. Esa producción causa también problemas de contaminación”.

Hoy la familia de Porfirio produce, en general, piezas exclusivas, la mayoría para un mercado internacional, para instituciones y museos.

El artesano, que tiene un sitio web donde difunde su trabajo (www.porfiriogutierrez.com) pasa el tiempo entre Oaxaca y Estados Unidos y desde hace un año se dedica sólo a la creación de textiles. Ello, no lo duda, es como “la vida tiene que ser para mí”.

Y dice también: “Aquí en Oaxcaca es la esencia de esto, donde nace, donde realmente me conecto, y vivo siendo parte de mi comunidad, de los artesanos de aquí y de grandes maestros que vivieron aquí, en estas mismas casas, en las calles que ellos caminaron; me conecto con eso día con día, estando aquí en Teotitlán”.

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