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El transcurrir del tiempo lleva en sí mismo la misión de ponernos en el lugar de los asombros o de las confusiones. Un día que vagaba por el centro, como es mi costumbre, entré por curiosidad a la Librería Cultural del Centro, en la calle de Corregidora, al acercarme a la mesa de ofertas me encontré con la novela La gruta del toscano de Ignacio Padilla. El ejemplar estaba un tanto maltratado, pero empaquetado en su plástico original. Al tener el libro en mis manos recordé aquella graciosa imagen, en aquella mañana soleada frente a la Plaza de Armas; creo que desde aquel momento empecé a sentir simpatía por él. Compré el libro, crucé el Jardín Zenea hasta el café que está en la calle de Madero y me dispuse a disfrutar de una buena lectura. Había oído hablar de Ignacio Padilla, pero nunca había leído nada suyo. Esa novela me dejó una muy grata impresión en su narrativa impecable, pero en su composición la sentí como un cuento largo más que como una novela.

Decíamos antes que el tiempo transcurre moldeando a su paso la vereda de nuestro destino. Continué con el empeño de pulir mi escritura, siempre busqué la manera de prepararme mejor para el reto de publicar. Fue así que encontré el anuncio de un curso llamado “Narratología, Semiótica y Literatura”, impartido por el escritor Ignacio Padilla; y entonces, importándome un sorbete lo que se hablara de él, para bien o para mal, me inscribí al curso, lo que considero una de las más afortunadas decisiones de mi vida. No solamente conocí a un espléndido escritor, sino también a un excelente maestro, pero sobre todo a un buen amigo casual al que me encontraba de vez en cuando en alguna presentación o feria del libro, y con quien me gustaba conversar brevemente, despedirme y dejar que ese tiempo o ese destino nos hiciera coincidir en algún otro momento de la vida. Nunca más coincidimos en Querétaro a pesar de que vivíamos en esta ciudad, siempre que nos vimos fue en la Ciudad de México, y nos despedíamos con la promesa de volvernos a encontrar “en nuestro querido Querétaro”.

Ocurrente, bromista, siempre sonriente, como siempre te encontré así quiero recordarte este día, maestro, mi maestro al que tanto admiro, el que me sigue sorprendiendo con su cuentística fascinante, con su imaginación y fantasía desbordada en obras como El androide y las quimeras, Los reflejos y la escarcha, Las fauces del abismo y más recientemente Inéditos y extraviados. Cómo me he divertido con tus libros infantiles: Todos los osos son zurdos (como tú y como yo) y Por un tornillo; hasta una novela tan sorprendente como Amphitryon. En fin, cada una de tus obras es una verdadera delicia. Tuve oportunidad de decírtelo y ahora lo reitero en este día tan especial, tanto, como la última vez que reímos en el reconocimiento que se te hizo en el Palacio de Bellas Artes. Con ese ánimo te rememoro el día en que el destino hizo que vinieras a este mundo en un lapso tan breve, pero muy intenso. Celebremos tu vida, Nacho, con todo lo que dejaste, con todo lo que todavía queda por descubrir.

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