Cuando Jacobo Zabludovsky no daba entrevistas, a mí me dio dos.

Eso fue hace tres décadas y, la mera verdad, me ayudó el hecho de que en ese momento yo trabajaba como reportero en Televisa, para un programa de espectáculos.

La primera vez que hablé con él, lo abordé durante una comida del ambiente taurino. Llegué a la de sin susto con micrófono en ristre y con el camarógrafo en acción, además de la luz sobre su cara. Se sorprendió, pero contestó con amabilidad.

Fue algo breve. Cuando terminamos, me preguntó por qué no le había avisado que lo iba a entrevistar. Le contesté que por temor a una negativa. Se rió y me dijo: “Bien hecho”.

A continuación le pedí que me diera una entrevista más formal en su oficina y contestó: “Yo no doy entrevistas, las hago”. Entonces me saqué de la manga lo siguiente: “Usted me la tiene que dar por tres razones: yo también viví mi infancia en La Merced, soy aficionado a la fiesta brava como usted, y porque me convencí de estudiar periodismo cuando vi su entrevista con Dalí”.

“Ni hablar, comunícate con mi secretaria”, dijo con esa sonrisa-mueca que nunca lo abandonó en su vida. Varios días después, en la comodidad de su oficina de Televisa, me dijo que envidiaba “a quien domina bien nuestro idioma y es capaz de escribirlo con propiedad y elegancia, pero envidio más a quien habla otros idiomas y no depende de un traductor, como yo”.

Le pregunté si se sentía un líder de opinión: “No soy líder de nada. Simplemente soy trabajador del periodismo. Más que periodista me considero reportero. La base del éxito es la humildad para buscar la noticia todos los días, lo demás es superfluo”.

Le pregunté sobre cinco libros que se llevaría a una isla desierta y contestó: “Aunque no fuera a una isla desierta, me llevaría El Quijote, la fuente de conocimientos idiomáticos más importante de nuestra lengua. Algunos cuentos de Andreiev. Crimen y castigo, de Dostoievski. Un diálogo de Platón que se llama Critón o del deber. Y un libro de Kant que se llama Fundamentación de la metafísica de las costumbres”.

Quise saber de alguna entrevista frustrada y respondió: “Ha habido muchas, pero me pasa lo mismo que a los médicos, entierro mis errores”.

Esa entrevista se reprodujo en el periódico El Nacional, a principios de los años 90, cuando Zabludovsky seguía sin charlar con los medios.

En 2009 lo volví a entrevistar (al dejar Televisa, en 2000, se volvió accesible) y quiso el destino que otra vez fuera para el mismo medio en el que él colaboraba: el periódico EL UNIVERSAL.

Cuando la plática se enfocó en Dalí, don Jacobo se levantó de su asiento y entró a un pequeño cuarto de donde extrajo un enorme libro del pintor. Entonces me dijo: “Es su versión del Padre nuestro, que viene escrito en distintos idiomas: español, italiano, latín, inglés, japonés, chino”. Lo mostró con deleite, hoja por hoja, y remató con una sorpresa: la dedicatoria, que incluye un elaborado dibujo original del artista en el cual se recrea, como una ensoñación, el encuentro en Cadaqués del periodista mexicano con el genio español.

“Conseguir una entrevista con Dalí era difícil, pero entrevistarlo era fácil. Era un tipo de lo más normal hasta que se encendían los reflectores, entonces empezaba a hablar. Yo ya lo había entrevistado en Nueva York; en esa ocasión, el camarógrafo no encontraba los contactos de la luz y él se metió debajo de la cama para ayudarle… ¡Dalí!”.

Al inquirir si no tuvo tentación de editar los fragmentos en que el artista lo reprende, Jacobo me dijo: “No. Ya dejé constancia de otro caso, cuando el Che Guevara casi me dijo que yo era un tonto por estar más preocupado por sus barbas que por la transformación social que estaban haciendo en Cuba”.

Cuando le pregunté a quién heredaría su biblioteca, respondió: “Eso todavía no entra en mis planes”. Y cuando quise saber si la palabra “retiro” existía en su vocabulario, señaló: “Si te retiras, empiezas a morir. Todos vamos rumbo al panteón, pero no empujen”.

Amable, me despidió en el recibidor de su oficina junto a una reproducción de la célebre foto de Robert Capa, donde aparece un miliciano español abatido durante la Guerra Civil. Mientras Zabludovsky me explicaba el contenido de esa imagen, parecía que él se metía a narrar en vivo desde aquel montículo del campo español.

Abandoné su despacho de un piso 18, cerca del Campo Marte, y desde ahí observé la enorme ciudad en la que él vivió y tanto amó.

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