Argentina. — Esta semana, la esperada edición de The Endless River, el nuevo álbum de Pink Floyd fue el empujón final para que en Inglaterra, y por primera vez desde 1996, las ventas de vinilos superaran el millón de unidades. Aunque el más vendido del año en este “resucitado” formato haya sido el de Arctic Monkeys, es más que simbólico que haya sido el regreso de Pink Floyd quien marque el récord.

Es que tras 20 años de silencio, los fans de la banda que marcó el rock con obras tan ambiciosas como rendidoras, quisieron volver a experimentar aquella excitación previa al play, aquella sensación de plataforma de despegue a un viaje sonoro y mental. Y eso es justamente lo que ofrece este álbum, armado sobre la base de outtakes de las sesiones de The Division Bell (1994), mayormente instrumental y estructurado en cuatro partes, como una suite.

Sabido es que Pink Floyd ha sido desde sus inicios un verdadero experimento; no sólo por su música sino también por su propia dinámica. Ahora, frente a este disco que el propio David Gilmour ha asegurado que es el último de la banda, puede pensarse si el experimento en cuestión no ha sido comprobar cuál es la mínima expresión para que Pink Floyd siga siendo Pink Floyd.

Repasemos: tras el exilio en su propia mente de Syd Barrett, la banda se rearmó y ya con Gilmour en sus filas llegan sus días más gloriosos y más peleados: no sólo por la archiconocida disputa por el poder entre él y Roger Waters que culminó con el alejamiento de éste de la banda, sino también con Rick Wright, echado de la banda y luego contratado para la gira de The Wall.

Tras la muerte de Wright, en 2008 (dos años después de Barrett), sólo quedaron Gilmour y Mason. Por eso la declaración de final, porque las grabaciones que aquí ahora podemos escuchar incluyen los teclados tan espaciales de Wright, las guitarras soñadoras de Gilmour y la batería de Mason.

Y, como corresponde a algo que es nuevo pero no, está plagado de guiños (una guitarra que lleva a The Dark Side of the Moon, el nombre de un tema, “Autumnâ’68”, en el que resuena “Summer 68” de Atom Heart Mother y hasta el del álbum).

Para el final, el tema cantado, la esperada voz de Gilmour y una letra hecha para la ocasión por Polly Samson, esposa del guitarrrista, la aseveración final de que “es más fuerte que las palabras, aquello que nosotros hicimos”.

Nuevamente, Pink Floyd es la música y mucho más. Y hasta algún malicioso escribió en estos días que The Endless River es en verdad un nuevo round de la vieja pelea; que es el truco que encontró Gilmour para que la útlma escena de esta historia no sea la de 2005, con los cuatro reunidos en el escenario del Live 8, sino este disco, sin Waters en escena.

El disco Pink Floyd The endless river incluye “Things Left Unsaid”, “It’s what we do”, “Ebb and Flow”, “Sum”, “Skins”, “Unsung”, “Anisina”, “The Lost Art of Conversation”, “On Noodle Street”, “Night Light”, “Allonsy”, “Autumn 68”, “Talkinâ’Hawking”, “Callin”, “Eyes to Pearls”, “Surfacin”, “Louder than Words”.

35 años de The Wall. En medio de la recobrada euforia por la banda, otro disco memorable también da Pink Floyd razones para celebrar, pues cumple 35 años.

El álbum es la segunda obra más celebrada de un grupo británico de culto, cita el portal español ABC, sólo por detrás del emblemático The dark side of the moon (1973).

The Wall, lanzado en 1979, logró cinco semanas en el primer lugar en Reino Unido y 15 en Estados Unidos, donde vendió más de ocho millones de discos, además de que “Another brick on the wall (Part II)” sigue escuchándose.

El álbum, además, salvó al grupo de la bancarrota, pero a la vez dio una embestida a Roger Waters y compañía, cuyo ego los elevó al cielo.

Años de psicodelia, de LSD, de experimentación y de vanguardia, todo vertido en un solo disco.

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