Ileana (nombre ficticio), una mujer de 35 años, con economía resuelta, soltera, y sin la necesidad —como dice ella— de tener un empleo, cuenta de su vida y el juego.

No importa si en un día pierde 10 mil o 15 mil pesos —una vez perdió 40 mil pesos en una sola noche— porque al día siguiente su chequera está lista para pagar la siguiente ronda.

En el casino estaba ella, por suerte la encontré. Tenía tres días sin ir porque su perrito se enfermó y estuvo internado dos noches en la veterinaria. Él se recupera en casa y ella regresó a lo que tanto le apasiona; los juegos de azar y maquinitas de casino.

Incertidumbre “sabrosa”. Es viernes. Todos están locos por el Buen Fin pero para mí la rutina es igual: me levanto a las siete de la mañana, hago ejercicio —a veces me salto esa parte—, me baño, desayuno y espero a que den las 9:30 para subirme al coche ¿el destino?, el casino, que es como mi segunda casa.

Una vez hice cuentas de las horas que estoy ahí y mi hogar sólo me sirve para dormir, parece más un hotel.

Hace tres años que hago lo mismo, no voy siempre, pero sí estoy por lo menos tres veces a la semana. No tengo hijos, ni pareja, ni otros compromisos, así es más fácil. Una vez Margarita, mi amiga de la secundaria, tuvo una charla seria conmigo.

Me citó en un café y comenzó a “terapearme”, algo que se me hace curioso porque ni siquiera terminó su carrera como sicóloga; prefirió salirse de la universidad para viajar con su prometido por Europa. Cuando regresó se casó y después se olvidó de seguir el que decía “era su gran sueño”.

Pero esa es otra historia. En el café me puso el panorama de cómo estaba mi vida —eso fue hace dos años, antes de mi divorcio— y me hizo ver que 10 horas de mi día se iba en el casino, la verdad tenía razón.

En 2003, luego de unas maravillosas vacaciones en Cancún, investigué sobre las opciones de juego en Querétaro; allá en la playa una noche hubo una fiesta temática en el hotel.

Ambientaron un salón tipo casino, nos dieron fichas, no la pasamos ahí hasta las 3 de la mañana, la verdad me encantó el concepto, la adrenalina de no saber si vas o no a ganar, esa incertidumbre sabrosa por saber el resultado, como con el Super Bowl o cuando no sabes qué país va a ganar el Miss Universo.

Yo creo que ese viaje marcó lo que soy ahora. Antes la semana se me iba en reuniones sociales o en alguna obra de caridad.

Iba al club y sí jugaba cartas, pero siempre se me hizo aburrido porque doña Gloria no se nos despegaba, ya está mayorcita, entonces nos teníamos que tragar todas su pláticas de cuando Querétaro era un pueblo de valores y de cómo “las prácticas de las mujeres de hoy estaban echando todo a perder”, a veces lo creía y pensaba que era la peor esposa del mundo porque no sabía organizar una fiesta.

Lo demás nunca me hizo falta porque por fortuna mi familia siempre ha tenido negocios, así que tenemos servidumbre, y mi ex esposo es el que me mantiene; no podría ser de otra forma luego de que me puso el cuerno.

Según él me dejó porque ya no le hacía caso, pero yo creo que exagera, porque por una vez que no fui con él a una cena me hizo todo un drama, y de ahí ya no dejó de reclamarme.

Yo no entiendo cómo es que se sentía tan ofendido, no ir a una cena no es tan grave como olvidar tu cumpleaños, y hubo un año en que dos días después se dio cuenta de su pendejada “pero así son los hombres”.

Pero hablaba de Margarita, estábamos en el café y me acuerdo que me dijo “no manches Ileana, si sigues así Alfredo te va a dejar”, se me hizo tan sangrona, la verdad me enojó mucho ¿con qué derecho alguien viene a decirte cosas de tu matrimonio?

Me puse a la defensiva y le dije que si estaba haciendo cosas sola es porque él ni me pelaba, y era la verdad, antes me podía controlar porque sabía que estaba con doña Gloria, la de las “buenas costumbres”, con Pati —su súper amiga de la infancia—; con Mariana, la vecina, entonces sabía en dónde estaba y qué hacía, pero eso de que me fuera sola al casino —porque nadie me quería acompañar— se le hizo muy ridículo.

Luego del viaje a Cancún, Alfredo y yo fuimos dos o tres fines de semana al casino. Llegábamos a desayunar, veíamos algún partido, platicábamos con otros amigos; le echábamos a las máquinas unas dos horas, comíamos, pedíamos tragos; fue una bonita época porque éramos muchos.

Al siguiente fin él ya no pudo porque tuvo un viaje de negocios, un sábado me acompañó Mariana, pero el domingo no pudo porque era día familiar. Sin marido, sin amigos, agarré mis cosas —la cartera muy importante— y llegué solita.

Esa vez llegué a las 12, comí, pedí tragos, sin problema gasté como 5 mil pesos, reaccioné hasta que Alfredo me habló por teléfono para preguntarme en dónde andaba, tenía como 10 llamadas perdidas, así que se puso medio loco. Ese día regresé a la casa como a las 10 de la noche a dormir.

Las reuniones con las amigas, las tardes del café, las idas al centro comercial, las cenas de mi marido, hasta el club me empezaron a aburrir. Es que las cartas en el club ya eran aburridas, pero sin dinero de por medio ¡imagínate!, ¡qué flojera!

El casino. Mientras Ileana relata todos estos detalles está en una máquina jugando Bingo, dice que es su juego favorito; un día salió con 20 mil pesos en la bolsa con una inversión de mil pesos. En el peor día compró 40 mil en crédito; llegó a las 10 cuando abrieron y se fue a las tres de la mañana.

En la fila posterior una señora —de 60 años tal vez— platica con una mesera; parecieran amigas de toda la vida, se llaman por sus nombres.

—Lo de siempre Alejandrita.

—Claro doña Luisa, enseguida. Cuando regresa le da un vaso con licor, mientras platican de los exámenes del hijo de Alejandra y las recomendaciones del doctor porque Luisa tiene un dolor en la espalda.

En otro lado de la sala un grupo de tres mujeres, todas de la tercera edad, platican mientras cada una “le pica” al botón para que la máquina siga funcionando, en unas rondas ganan, en otras pierden, se levantan para recargar las tarjetas y seguir jugando.

A sus espaldas un ‘abuelito’ lleva más de dos horas en la misma máquina. Antes de eso se peleó con el encargado porque la máquina en la que estaba se apagó e interrumpió su concentración.

A un lado del bar hay una pared con 12 pantallas con transmisiones diferentes: carreras de caballos, futbol de diferentes ligas de España —en una tv se alcanza a distinguir al Chicharito—, y frente a ellas una sala (tipo cine) para una treintena de personas que están a la espera de ganar la quiniela.

Ileana regresa, se sienta en la misma máquina en la que está desde las 10 de la mañana, son las dos de la tarde y no parece que quiera cambiar de rutina.

“No sé si sea o no un problema, lo cierto es que soy más feliz; no le tienes que rendir cuentas a nadie, no tengo un marido que me esté preguntando cada 15 minutos dónde estoy ni amigas molestas que se la pasan diciendo que estoy loca”, se queja.

Sigue el juego.

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