Desde hace 25 años, Consuelo de León Hernández, conocida como doña Chelo, vende tamales y atole en una esquina del mercado de La Cruz, platillo mexicano que aprendió a elaborar en su niñez y que ahora, junto con su esposo José Trinidad Hernández, sirve para ganarse la vida. Cientos de clientes, que todos los días encuentran ahí un sabroso desayuno, lo que agradecen; aunque pocos saben los orígenes de esta guerrera que los cocina desde los siete años.

El olor a atole de chocolate y tamales se dispersa por la esquina de 15 de Mayo y Gutiérrez Najera, en donde doña Chelo y don José, con la ayuda de dos jóvenes, despachan a los comensales que buscan sus tamalitos verdes, rojos, de pollo o puerco.

“Dos verdes y uno de chocolate”, pide una mujer, quien toma asiento en uno de los bancos que los cocineros ofrecen para sentarse y comer con calma.

“Aprendí con una tía. Esa tía se dedicaba a hacer los tamales y también vendía. Me prestaba mi mamá para que le ayudara y desde niña aprendí a hacer los tamales, como a los siete años”, narra doña Chelo, mujer de gesto suave y voz pausada.

Recuerda que al vivir con su tía aprendió a elaborar el platillo, aunque no lo hizo de inmediato, ya que eso requiere tiempo.

Años después, esos conocimientos adquiridos en la niñez le sirvieron a Consuelo para ayudar a su marido cuando se quedó sin empleo, al ser despedido de la fábrica donde trabajaba . Antes sólo los hacía para las fiestas de sus hijas, menciona.

“Se presentó la necesidad de hacer tamales, porque mi marido estaba sin trabajo. Le propuse hacer tamales para vender y me dijo que si los sabía hacer porqué no. Empecé ofreciendo en los negocios con un botecito de atole y uno de tamales, y les gustaron”, asevera.

Con el tiempo y al ver que los tamales tenían éxito, decidieron aumentar la producción y pedir permiso a la administración del mercado de La Cruz para poder instalarse en una esquina del inmueble, en donde permanecen hasta la fecha.

Su tía, María de Luz Muñoz, vendía por el rumbo del mercado Hidalgo, pues vivía en la calle de Ezequiel Montes; gracias a lo que aprendió con su pariente, muchos años después pudo sacar a sus cuatro hijos adelante, quienes ya son adultos y le dieron siete nietos, y otro que viene en camino.

Se confiesa queretana de nacimiento, del barrio de La Cruz, al igual que su esposo, pero no se conocieron desde la niñez, pues ella no regresó de la casa de su tía a la de sus padres hasta los nueve años.

Explica que como sus tías tenían mejores condiciones económicas su madre decidió llevarlas con sus familiares y con su abuela.

“Por eso estaba prestada allá, pero no me gustaba mucho, pero ahí aprendí y ahora le agradezco a Dios que me prestaron con la tía”, comenta doña Chelo.

“Me regresaron mis papás a mi casa cuando tenía nueve años, para que fuera a la primaria, porque no sabía leer ni escribir. Yo veía que mis primas iban a la escuela y yo deseaba ir. Sí duele estar lejos de los papás, porque el deseo de un niño es estar con los papás y yo veía que mis primas tenían cositas mejores que yo, pero yo como era la prestada, era la que se levantaba más temprano a ayudar, a trabajar, pero en mi interior hay un deseo de aprender”, recuerda con nostalgia.

Una ocasión le pidió a su madre que la llevara con ella para aprender a leer y escribir; entró a la primaria a los nueve años de edad y la terminó a los 15 años.

Como eran 10 hermanos, ella la quinta, su madre le dijo que tenía que emplearse desde joven; comenzó siendo mesera, con el deseo de trabajar y superarse.

Luego de tres años como mesera, ingresó a una empresa donde trabajó unos años más, incluso luego de casarse. Señala que tiene espíritu de superación, que lo heredó a sus hijos, que también buscan mejorar su vida: “Dicen que son una guerrera luchadora y aquí estoy”.

Consuelo desmiente el mito popular de que si haces los tamales de mal humor no se cuecen bien. Indica que el error que se comete es hacer los tamales con la salsa caliente y la masa fría, ya que se cocinan más de adentro que de afuera, así como usar el punto de agua y de sal, pues lo único que necesitan es el tiempo adecuado para su cocción perfecta.

Doña Chelo sirve un atole y uno de los jóvenes que le ayudan baja un bote de tamales para que el carbón no se apague y los alimentos sigan calientes, para los clientes que aún buscan un “tentempié” de media mañana.

Algunas personas llegan, saludan a doña Chelo y a don Trini, piden una torta de tamal o guajolota, como se le conoce a este platillo en la Ciudad de México.

“Aquí vendemos la torta de tamal desde hace unos 15 años. Al principio a la gente como que no, pero fueron probándola y les gustó y se ha ido vendiendo más”, asevera don Trini, quien señala que jornada laboral inicia a las 4:00 horas, cuando se levantan a cocinar los tamales y hacer los atoles.

Dice que en temporada de frío venden un poco más que cuando hace calor, aunque la diferencia no es mucha, ya que en promedio venden entre 100 y 150 tamales al día.

Ofrecen platillos de rajas con queso, rojo con queso, dulce, verde con carne de puerco, oaxaqueños, de pollo y de cerdo, así como atoles de guayaba, cajeta, chocolate y arroz con leche.

Añade que trabajan los siete días de la semana, de las 7:00 a las 11:00 de la mañana, desde que instalan su puesto a que termina su jornada de ventas; sin embargo, continúa su tiempo laboral, pues la elaboración de tamales ocupa varias horas del día y la tarde.

Añade que para evitar problemas con los inspectores del municipio levanta su puesto a las 11:00 horas, ya que su permiso termina a esa hora y prefieren dar por concluida la venta para evitar problemas con la autoridad.

Recuerda que en algunas ocasiones ha hecho tamales para eventos que tienen lugar en sitios como Cómicos de la Legua y para una visita que hizo Vicente Fox al estado, cuando era candidato presidencial.

“Uno oaxaqueño”, dice una joven mujer que llega al puesto, mientras que otro hombre pide dos rojos para llevar. Doña Chelo y don Trini sacan los tamales y los ponen en platos de plástico para quienes comen en el lugar y para quienes se van en charolas de unicel.

Doña Chelo remata: “Lo que aprendí de mi tía y de su abuela que también le ayudaba era que las cosas se hacen como si fueran para nosotros, para que la persona regrese y no le haga daño nada. Es triste y es bonito, porque uno aprende y la mejor escuela es la vida, y si obedece uno le va menor en la vida”.

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