La limpieza de la Alameda Hidalgo todavía no es completa. En el lugar aún conviven algunas trabajadoras sexuales, “ahora más discretas” y algunos ambulantes que “torean” a los inspectores.

A unos días del cierre de la alameda, poco a poco la gente empieza a adueñarse del espacio. El ambiente todavía se siente raro. Las trabajadoras sexuales ya no se detienen, ahora caminan por afuera, por la parada del camión de Zaragoza, frente a las puertas cerradas del parque.

Algunos de los ambulantes tienen 10 años “toreando” a los inspectores. Ya los conocen. Llegan en su camioneta y se llevan todo, así que están listos para arrancar una buena carrera cuando los ven. Otros tienen tarjetones de comercio en la vía pública y se instalan sin problemas, se toman su tiempo, pero se cuestionan por qué quitaron el tianguis, “si uno sólo busca ganarse la vida”.

Adentro de la alameda, con sus puertas cerradas, alcanzan a verse grupos de ardillas, los ambulantes no se acuerdan si antes se veían tantas, a lo mejor porque había más gente, más ruido, porque estaba más sucio o porque no ponían atención.

Son recelosos para hablar. Sobre todo porque los cuatro costados del parque cuentan con patrullas que vigilan: una sobre Corregidora, tres sobre Zaragoza, dos sobre Pasteur y hay una que da algunas vueltas a la manzana.

Una mujer mayor que vende cigarros en la esquina de Corregidora y Zaragoza, casi detrás de una de las patrullas, dice que el cambio “les amoló” las ventas. Tiene varios años vendiendo ahí, pero dice que nunca vio ni trabajadoras sexuales ni venta de drogas ni nada de lo que dicen en las noticias.

“Ni las conozco, ni sé cómo son, a lo mejor sólo vienen en la noche, yo nunca las he visto”, dice mientras otra mujer con acento argentino la interrumpe para comprar un cigarro suelto y preguntar por qué está cerrada la alameda. Quería cortar camino para el ‘Gómez Morín’ y se va hablando entre dientes.

La vendedora insiste en que “ya tengo días que no veo nada”. Sobre los tianguistas y de lo demás no sabe nada, pero sí sabe que los ambulantes andan con problemas, “andamos todos desperdigados por todos lados”. Otro vendedor por ahí cerca escucha la plática. Señala a algunas mujeres que caminan de la parada de Zaragoza a Corregidora y de regreso, frente a los policías.

Hace calor y ellas llevan ropa muy ajustada, blusa sin mangas, portan “cangureras” y se ven cansadas, enojadas. Según el vendedor, las trabajadoras sexuales ahora son menos, porque temen que les pase algo, “pero ahí andan, más tapadas, no como cuando se metían a la alameda, a los pasillos, pero ahí andan, ahora no se paran en la fuente, nomás caminan”.

Otra vendedora de congeladas se sienta en las bancas recién colocadas sobre avenida Zaragoza. Sus ventas bajaron, no quiere decir cuánto, pero ya no gana igual. Antes podía vender ahí todo porque había mucha gente, ahora tiene que moverse a otros lados.

Sobre Pasteur hay más vendedores y se ven más resentidos. Dos hermanas rellenan bolsas con papas que huelen rancio. Son ambulantes, dicen que siempre tienen que estar “al tiro” para cuando lleguen los inspectores.

A menos de cinco metros de ellas hay policías municipales que platican con un bolero y comen cacahuates. “Ellos no hacen nada, los polis sí entienden, los inspectores son peligrosos”.

Llevan 10 años vendiendo, sin permiso, papas, refrescos, cualquier botana que la gente les quiera comprar. Se agachan en una esquina con sus mochilas para rellenar bolsas y arreglan una mesita improvisada con una canasta.

“Aquí nadie nos deja vender, cada rato pasan y molestan. Nadie tiene permiso aquí, cuando llega el inspector todos se echan a correr, todos corremos. Ya sabemos, ya tenemos tiempo aquí, ya los conocemos, conozco su camioneta, cuando veo que vienen tapo mi canasta, levanto y me arranco”, cuenta una hermana mientras la otra se ve molesta, ella no quiere hablar, “no sirve pa’ nada”. Si los alcanzan lo pierden todo, así que más les vale ser rápidos. No les devuelven nada de la mercancía, es un día perdido, o a lo mejor varios.

Sobre la misma calle, antes de llegar a Constituyentes, otro señor instala su puesto de dulces. Su esposa se sienta en el filo de la barda de la alameda mientras cuida al niño y arman una mesa. Él es franelero, cuida y lava los coches mientras que su esposa vende los dulces. Ellos ya tienen una fotocredencial municipal que les permite vender sin miedo.

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