En los últimos 50 años la tecnología y la industria textil han modificado drásticamente la manera de hacer ropa, por lo cual se ha dejado de lado el proceso artesanal de la rueca y el telar, afirma José Vega Ibarra, quien desde pequeño comenzó a utilizar estos instrumentos para sobrevivir y generar obras de arte con lana.

A sus 61 años de edad, la única manera de mantener viva la tradición es heredando sus enseñanzas a un grupo de mujeres interesadas en aprender dicho oficio milenario.

Relata la situación con cierto destello de melancolía en su mirada, ya que mientras hace 30 años había más de 60 familias viviendo de esta actividad, hoy en día apenas son 18 las que quieren obtener un sustento mediante este tipo de tejido.

Dicho instrumento histórico, que con el pasar de los años ha sido olvidado, es al que José Vega Ibarra le debe todo, pues con apenas 11 años de edad comenzó a tejer sus propias creaciones.

Inclusive, señala, con este oficio logró pagarle una carrera profesional a sus cinco hijos, por lo que con tristeza lamenta que la tecnología haya logrado que muchos abandonaran esta noble y artística labor.

Por el amor a sus recuerdos es que desde hace 12 años se dedica a enseñar a las nuevas generaciones, en el taller que se ubica en la calle de Chihuahua número 32, en la cabecera del municipio de Colón.

En la nueva etapa de este oficio se muestra una peculiaridad, dice, ya que hubo un cambio de paradigma: antes únicamente los hombres podía realizar tal labor y ahora sus aprendices son sólo mujeres.

Menciona con alegría que aún hay personas interesadas en mantener vivo dicho tan “bonito” oficio.

“Desde hace 12 años estamos luchando por que esto no termine, ahorita tenemos una escuela del telar que está en Colón. Ahora son 12 mujeres las que están de lunes a viernes y en Ajuchitlan hay otras seis mujeres. A ellas se les apoya con materiales y yo soy el que las enseña a todas”, indica.

Los inicios

Mientras pasa su cordel entre las líneas de lana que son estiradas por una vieja máquina de madera, en la parte baja del telar se comienza a dibujar un zarape blanco, suave, que podrá durar hasta 30 años.

A veces sentado en un pequeño banco, otros ratos de pie, pero siempre sonriendo y con paciencia, ya que la prenda que está construyendo puede tardar hasta 16 horas, es como don José trabaja mientras que, a la par, platica por qué desea que el tejido en telar nunca se pierda.

Originario de Colón, recuerda con gran claridad los años que pasó tirado en el taller de su padre, mirándolo tejer horas y horas. La voz de este robusto artesano se reblandece cuando platica sus sensaciones al escuchar el sonido característico del telar y es que ese seco golpeteo de una tabla contra otra, por encima de la lana, lo remonta a aquellos años de su infancia.

Para don José no solamente se trata de un trabajo, el mantener su mente en blanco mientras va creando cada pieza es terapéutico; además, asegura que la sensación que se tiene cuando una persona compra uno de sus productos no tiene punto de comparación.

“Yo motivo a las mujeres que trabajan en esto, porque finalmente es algo que te satisface, te da terapia, te relaja porque no piensas en otra cosa más que en estar tejiendo. Yo creo que las artesanías de México no se deberían de perder por ningún motivo”, señala.

Las ropas que puede crear este hombre son zarapes, jorongos, cobijas, capas para charros, entre una innumerable gama de artículos, mismos que ahora elabora bajo pedido; mientras lo explica congela su mirada al rememorar que antes vendían diariamente, ya que las personas buscaban al por mayor sus productos, hasta que la industria textil extranjera vino a derrumbar el trabajo artesanal.

El nuevo taller

Cuando esta industria comenzó a tener fuerza en todos los rincones del país, muchos de sus colegas artesanos se rindieron y abandonaron los telares, comenta.

Sin embargo, este hombre no se dio por vencido, de tal modo que comenzó a recuperar todos los telares que quedaban en buenas condiciones y a reparar unos más, fue así como en 2004 inició su escuela.

Sus alumnas, poco a poco, han aprendido el trabajo con el que don José creció. Esta ardua labor implica muchas horas de esfuerzo y es que no solamente se trata del trabajo al interior del taller, pues la creación de cualquier prenda 100% de lana inicia cuando se esquila el borrego, posteriormente se lava la lana para soltar todo el estiércol, con unas cardas se empieza a aflojar el producto, para después pasarla a una rueca e hilarla, es hasta el final cuando se pasa al telar y comienza la magia del artesano.

Ya en el taller, el trabajo comprende al menos 12 horas al telar y otras ocho para los detalles, trabajo que muchas veces no se ve reflejado en el costo, ya que por un jorongo se puede cobrar hasta 800 pesos, de los cuales el artesano solamente obtiene 200, pues se deben pagar los materiales, así como los servicios del taller.

Pero para don José el precio pasa a segundo plano, afirma que la verdadera satisfacción se genera cuando las personas toman entre sus manos cada prenda y deciden llevársela por la calidad, talento y dedicación que conlleva.

“Cuando alguien dice mira que prenda tan bonita, me llena de alegría, pero con el precio como que no les interesa tanto, pero tienen que tomar en cuenta las horas de trabajo, el material y lo cansado que es esto. Ya cuando van a la escuela y ven el trabajo en plena marcha las personas se llevan una impresión bárbara, cuando escuchan el telar, yo tengo una emoción muy grande cuando veo las prendas de ellas y que ellas puedan llevar un poco dinero a sus casas”, sostiene.

Gracias a este taller, que tiene apoyos de distintas instancias de gobierno, es que ha dejando de lado el regateo al que todos los artesanos se tienen que enfrentar, pues los turistas y cualquier tipo de comprador puede ser testigo de la ardua labor que imprimen estas mujeres para hacer una prenda inigualable.

“Está sucediendo algo bien bonito, cuando ven cómo cardamos, cómo hilamos y que la gente se convence de que lo que se van a llevar es 100% hecho a mano, ven la etiqueta y ya nos pagan”, asegura el profesor de todas estas mujeres, quienes incluso han llorado cuando ven que sus prendas son deseadas por visitantes locales e internacionales.

Derivado del impulso por parte de autoridades y dependencias interesadas en el proyecto de esta escuela, las 16 artesanas ya pueden vender sus productos en otros estados; sin embargo, a decir de su profesor, no pierden la esperanza de que su talento sea apreciado en otros países, lo cual será el mayor de los regalos para don José, quien al retirarse sabrá que su oficio se queda en buenas manos.

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