La ciudad comienza a iluminarse a medida que cae la noche. Son casi las nueve y en la avenida Balaustradas, en medio de la oscuridad, se ubica una de las cuatro estaciones de la Cruz Roja Mexicana de la ciudad de Querétaro.

Una noche en la “Roja” resulta una oferta atractiva para los tres periodistas que pasaremos al menos diez horas en la ambulancia número 13, a cargo de Samantha y Aarón. La imaginación y la emoción nos mantienen al margen; esperamos que la noche sea larga, al igual que excitante.

Samantha tiene 25 años y lleva cinco como paramédico. Entró a la “Roja” por la insistencia de su madre; como muchos, aplicó el examen para la Facultad de Medicina, pero al no lograr entrar, decidió ser técnico en Urgencias Médicas para ver si esto “era lo suyo”.

Esta noche, en la estación hay al menos diez paramédicos. Los colores rojo y blanco, inconfundibles, están por todo el edificio. De repente, una voz se escucha a través de una torreta gris. Sale el primer servicio; sin embargo, para nuestra mala suerte, no es para nosotros. Al parecer es un choque, se necesita una ambulancia y la unidad de rescate para atenderlos. No han pasado ni cinco minutos y, por la radio, los compañeros avisan que la ambulancia ya llegó al lugar del percance.

Minutos después, la voz de la torreta habla de nuevo. Es una caída y, esta vez, acudimos nosotros. No hemos terminado de acomodarnos y vamos a bordo de la ambulancia a 210 kilómetros por hora.

—¿Nunca han sufrido un accidente por la velocidad?

—Es raro que pase algo. Siempre se maneja con precaución—, responde uno de los compañeros, antes de que subamos a bordo.

La alta velocidad se mantiene y las náuseas aparecen. Nos adentramos en carretera, avanzamos a la autopista rumbo a Celaya, mientras las luces de la ciudad comienzan a alejarse.

Un olor a quemado se percibe con mayor intensidad, a media que avanzamos. Imaginamos lo peor, la emergencia hacía referencia a un prensado. Las náuseas no cesan y la velocidad aumenta. Avanzamos, pero no hay nada, sólo oscuridad y el tráfico habitual provocado por vacacionistas.

Pasan los minutos y no hay nada. La emergencia fue falsa; una broma que al parecer, es recurrente. Siete de cada 10 emergencias son de broma. “El chiste” probablemente de niños o adolescentes, según los paramédicos, además de provocarnos frustración y molestia, movilizó a la Unidad de Rescate y a un par de patrullas de la federal. “Un desperdicio de recursos. Algunas personas no entienden para que sirve la línea”, dice Samantha, quien va de copiloto.

Regresamos a la ciudad, esperando tener mejor suerte. La velocidad desciende considerablemente y merodeamos un rato en busca de algo para cenar. Aarón es el conductor designado y es el paramédico con más experiencia del grupo. En la ambulancia también nos acompañan Silvino y Lalo, que están haciendo sus prácticas.

Aarón acaba de cumplir 25 años en septiembre y lleva ocho como paramédico. Empezó en la “Roja” después de la prepa y además de vivir en Querétaro apoyó un rato en un grupo de rescate en Nayarit, “medio chafa”; nada comparable a la Cruz Roja, que tiene presencia en 186 países. Contraria a la idea de un paramédico, le da asco la sangre. “El olor no lo soporto”, reconoce.

22:29 horas. Una segunda llamada se escucha a través de la radio y nuestros planes para cenar se posponen. Nos dirigimos a la Terminal de Autobuses y la velocidad alcanza de nuevo los 200 kilómetros por hora. En medio de nuestro camino, un hombre alza las manos para hacernos la parada. Un taxista lo dejó abandonado a la mitad de una avenida, después de asaltarlo.

A pesar de la urgencia, no podemos detenernos, una persona herida espera en la Terminal de Autobuses; afortunadamente la patrulla de la Policía Municipal llega justo atrás de nosotros y podemos seguir nuestro camino.

Faltan dos días para Navidad, lo que implica que la terminal está repleta de vacacionistas. Los cuatro paramédicos, Samanta, Aarón, Lalo y Silvino, arreglan el equipo en segundos. Salimos detrás de ellos con cámara en mano.

En el estacionamiento, un camión de dos pisos es el escenario de una caída. Una mujer de 40 años se apresuró a salir del autobús antes que el chofer frenara. La forma de manejar del conductor no ayudó mucho y la mujer cayó desde un segundo piso.

La multitud cede el espacio a los paramédicos; no obstante, las cámaras de los periodistas no son bien recibidas. “Fuera morbosos”, es el grito que se escucha entre la gente, indignada ante la grabación.

“Venimos con la Cruz Roja, estamos haciendo un documental”, dice uno de los compañeros y, de acosadores morbosos, nos convertimos en benevolentes desconocidos. “Todo sea por la Cruz Roja”, se escucha.

Finalmente, a pesar de algunos percances, la mujer es colocada sobre una camilla. Sus gritos no cesan e insiste en ver a sus hijos, que se han perdido entre la multitud. La familia es originaria de Tamaulipas, pero el viaje viene de Morelia. Después de unos minutos, logramos salir, con los niños y su equipaje, hacia una de las clínicas del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS).

Aunque la velocidad es apresurada, los paramédicos atienden a la mujer en la ambulancia con un pulso preciso. Aplican medicamento, toman sus datos generales e inyectan un analgésico a la paciente. Una pequeña almohada blanca —el único recuerdo de la línea de autobuses— cae al suelo con una mancha de carmín intenso. La mujer se ha roto tres costillas, dirá Samantha posteriormente, cuando la sangre deje una marca en una de las paredes de la ambulancia.

La sangre me hace recordar las anécdotas de un amigo rescatista de Acapulco, que en ese entones vivía en una pequeña ciudad al norte de Escocia. Uno de los accidentes más graves que había visto en aquella región fue la muerte de un menor atropellado en la carretera. Esa imagen contrarrestó con el fallecimiento de un joven a causa de una caída en el puerto guerrerense. Aquel chico se encajó unas varillas en el pecho en una obra, lo que le provocó una muerte dolorosa. Un hueco aparece en mi estómago. Definitivamente no me gusta la sangre.

¿El peor accidente, que han vivido en la “Roja”? La mayoría coincide en la muerte de los niños y los suicidios. A Aarón le tocó atender una emergencia en el campo, una niña de dos años murió al ser aplastada por un tracto camión, cuando sus padres trabajaban en una parcela.

“Estando aquí te caen muchos veintes”, agrega Samantha. “Lo primero de lo que te das cuenta, es ver hasta dónde te puede llevar tomar una mala decisión; por ejemplo, el alcohol y el volante. Eso fue lo primero que yo vi y lo primero que me impacto. Ver hasta dónde te puede llevar tu propia irresponsabilidad”, prosigue.

Su primer prensado ocurrió en la carretera rumbo a Coroneo, Guanajuato. Una pareja de adultos mayores salía de misa para ir a casa, cuando un automóvil los impacto de frente y ocasionó la muerte de uno de los pasajeros.

“Lo recuerdo porque su esposo no quería que lo atendiéramos, decía que la atendiéramos a ella, pero ya estaba muerta. Fue muy impactante, en ese momento, recordé a mis abuelos. Imagine que ellos estuvieran de regreso hacia su casa y de repente, tienen un accidente porque a alguien se le ocurrió echarse sus alcoholes”, dice.

2:00 de la mañana. Regresamos a la estación de la Cruz Roja y esperamos otro servicio. Al igual que nosotros, los encargados de la Unidad de Rescate, Nacho y Natanael, están de regreso.

“Estar en la ‘Roja’ te hace pensar muchas cosas. Estar aquí te cambia”, reflexiona Natanael. Su edad no rebasa los 24 años y alterna la carrera de Químico Fármaco-Biólogo con su trabajo de paramédico durante vacaciones.

Como la mayoría, es voluntario, lo que implica no recibir sueldo. En las cuatro estaciones que existen en toda la ciudad, sólo 10 personas perciben un salario, que no sobrepasa los 4 mil pesos quincenales. Esto obliga a que mantengan un segundo trabajo, como Nacho, quien alterna el servicio en la Cruz Roja con un puesto de obrero en una fábrica.

Hace 17 años, a Nacho lo mandaron a hacer algo de su vida y así llegó a la Cruz Roja. Al igual que Natanael, llegó por “obligación” y se fue por “convicción”. Estar en la “Roja”, aseguran, te cambia la forma de ver la vida.

A ellos les consta que hay algo después de la muerte. En este oficio te das cuenta que las coincidencias son pocas, dice Natanael, al recordar algunas experiencias que carecen de explicación científica.

Durante este tiempo, han visto de todo: el fallecimiento de compañeros paramédicos, la pérdida familias enteras a causa del exceso de velocidad o el alcohol e inclusive “apariciones”.

Algunas de las experiencias que recuerdan es haber asistido a un accidente automovilístico que ocasionó la muerte de una mujer joven. El impacto del coche, provocó que la chica saliera por el parabrisas. Según recuerdan, una de las compañeras paramédico, recuerda haber escuchado: “Dile a mi mamá que estoy bien”. Nadie supo explicar cómo, pero sostuvieron una conversación a pesar de que la paciente había registrado su deceso a causa del impacto.

Para Nacho, las experiencias extranormales y los accidentes son variados. Uno de los que más recuerda sucedió en la avenida 5 de febrero. Un joven conducía a exceso de velocidad, cuando a raíz de un choque salió disparado por el parabrisas, impactándose con un segundo vehículo, un tracto camión que estaba enfrente del automóvil, que lo arrolló provocando que se cuerpo quedará irreconocible.

“Imagínate que haces rollito a una prenda y le das vuelta”, dice Nacho al recordar el cuerpo del joven desecho sobre el asfalto.

¿Lo qué más recuerdan de un accidente? Es la expresión en el rostro de las víctimas, cuando la muerte los sorprende. A nadie le cae el “veinte” cuando le toca. La expresión siempre es la misma. “Sobre todo ves el miedo en la mirada”, dice Natanael. Del accidente de Nacho, además de la mueca de terror de aquel joven, recuerda la forma en la que una lágrima se esparció por su mejilla. Su último “respiro” lo dio enfrente de los paramédicos.

“Lo que si mata son los niños”, asisten los dos y un silencio aparece en el ambiente. De los relatos de apariciones, llegamos a la violencia, otra de las llamadas de emergencia que reciben frecuentemente los cuerpos de rescate. El código de actuación para los paramédicos es estricto: en una zona de conflicto, hasta que no cese el peligro o llegué la policía, no interceden.

Esto incluye desde las riñas entre familiares o pandillas, que desembocan en la pérdida de vidas humanas y que suceden, según mencionan, con mayor frecuencia en las colonias del norte de la ciudad, hasta los sucesos relacionados con el narcotráfico y el crimen organizado.

En otros estados, en donde la lucha contra las drogas ha penetrado incisivamente, los paramédicos son secuestrados, levantados e inclusive asesinados. En una primera búsqueda, Google arroja un listado de noticias sobre homicidios del personal de la Cruz Roja. Hace unos meses, en Naucalpan, Estado de México, un paramédico murió asesinado y en Ecatepec otro resultó lesionado al trasladar a un paciente que fue rematado por una herida de bala antes de llegar al Hospital.

En otros lugares como Guerrero y Michoacán o los estados de la frontera con Estados Unidos, los paramédicos son revisados minuciosamente, vigilados por el crimen organización, que según cuentan los mismos compañeros, les dejan trabajar siempre y cuando lo hagan “legales”.

“Con el tiempo le vas agarrando la pasión y el amor a esto y aquí te quedas, hasta cuándo tú decides. En mi caso, no sé, creo que todavía hay que vivir un poquito más”, dice Nacho, antes de despedirse de nosotros.

La noche transcurre sin mayor sobresalto y, aunque no deambulamos por la ciudad en la ambulancia como lo pensamos en un inicio, el tiempo pasa volando. La mayoría de los paramédicos ha optado por tomar una pequeña siesta, hasta que el altavoz anuncie un nuevo servicio. Nosotros nos alejamos mientras la oscuridad comienza a desvanecerse.

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