Es casi medio día y decenas de personas llegan fatigadas a las inmediaciones del Hospital General, varios vienen de municipios serranos o comunidades rurales, salieron de sus casas a primera hora del día para llegar a tiempo al momento de visitas.

Sus familiares o amigos están internados en el nosocomio y ellos no pueden moverse de ahí, deben estar atentos, esperar las indicaciones del doctor. La mayoría de las personas no ha probado bocado, pero deben soportar hambre, calor y horas de angustia.

Algunos tienen sólo 100 pesos en sus carteras y con eso deben pagar su pasaje para volver a casa, por lo que comprar agua o comida no es opción.

Al interior del hospital se encuentra una pequeña área donde venden comida, nada cuesta menos de 25 pesos. Esta especie de cafetería está generalmente desierta, pues pocos tienen los recursos para comprar algún alimento ahí.

Algunos dicen que muy temprano, a las 6 o 7 de la mañana, unas personas llegan al hospital para repartir comida, y dicen que otras personas vienen por la noche a regalar pan y café, pero a estas horas todo es incierto, quién sabe si los que ahí esperan tendrán la misma suerte.

Entonces ocurre lo que muchos esperaban, Rosa y Araceli llegan al lugar cargadas con ollas y cazuelas, acomodan en una de las mesas varios kilos de arroz, frijol y huevo en salsa roja, tortillas calientes y jugo de naranja.

“Vénganse a comer” dice una de ellas con cierto aire maternal, y las personas que desde hace horas esperan a las afueras del hospital, sin comer, sentadas en el piso porque nunca hay lugar suficiente, forman en silencio una fila. Hay alivio en el rostro de los familiares, al menos hoy tendrán una comida.

Margarita espera en la fila junto con su niña de apenas dos años, pasó ahí toda la noche, en la calle, porque nadie tiene permitido pasar al hospital si no es horario de visitas. Cuando amaneció fue a su casa a recoger a su bebé para después volver al hospital y seguir con su ‘guardia’. Los dos o tres tacos que puedan comer el día de hoy son casi una bendición para ellas, la madre agradece la bondad de las personas que acuden al lugar a regalar estos alimentos.

“Esto es una gran ayuda para nosotros porque pasamos mucho tiempo esperando a nuestros familiares. Yo me quedo todo el día porque mi esposo está internado, a veces me quedo toda la noche, sólo voy rápido a mi casa a cuidar a mi bebé o a veces la traigo conmigo. Lo que venden aquí está todo muy caro, si compro algo aquí me gasto 80 pesos, aunque sea una coca y algo más, por eso estas personas nos ayudan mucho”, comenta.

Cuando Margarita llega hasta el lugar donde reparten la comida, le informan que sólo pueden darle huevo, pues en menos de 15 minutos el arroz y los frijoles se terminaron. Ella responde que no hay problema, toma una charola con comida y da las gracias.

Después de Margarita sólo alcanzaron comida dos o tres personas más, el resto de personas tendrá que esperar varias horas para comer algo.

“Ya no tengo comida, chaparrito”, “Se terminó lo que trajimos”, comentan una y otra vez las dos hermanas Ortega, Rosa y Araceli, a las personas que se acerca a husmear entre las ollas vacías.

Desde hace dos años y medio Rosa y Araceli preparan comida para regalarla en el Hospital General, el IMSS o el Hospital del Niño y la Mujer. Esto se ha convertido en una actividad casi obligatoria para su familia.

Todo comenzó cuando Susana Olvera, hermana de ellas, acudió a regalar comida pues formaba parte de un grupo de la iglesia, después se unió su madre María Sánchez y finalmente el resto de sus hermanos.

Al principio cada miembro de la familia preparaba un guiso, compraban unas cuantas tortillas y acudían a los hospitales para regalarla, pero con el tiempo se han sumado más y más voluntarios.

Rosa y Araceli acuden a los hospitales cada sábado para repartir comida y apoyar a la gente que espera a sus familiares, reciben el apoyo de pequeñas tiendas y negocios quienes les regalan aceite, frijol o carne. Dicen orgullosas que la labor que realizan no pertenece sólo a ellas, sino a las decenas de personas que se involucran en el proceso de donar, cocinar y regalar alimentos.

Ambas coinciden en que lo más satisfactorio de realizar esta labor es recibir las bendiciones de la gente, lo que las motiva a seguir cada día con esta actividad.

“Una vez llegamos aquí muy temprano y salió una persona que estaba esperando a su familiar y me dice ¿Cómo sabían que tenía hambre? Todas esas experiencias nos marcan. Es tan satisfactorio dar este servicio, hay ocasiones en que algún problema o algo personal nos impide venir una semana, pero la siguiente semana tenemos que volver. No pensamos dejar este servicio jamás”, comparte Rosa María Olvera.

“Una vez conocimos a una señora que duró meses aquí, nosotros la veíamos seguido, su hijo llegó caminando al hospital pero nos tocaba verla aquí todos los días porque el muchacho empeoraba. Ves cada cosa aquí, cosas muy fuertes que te llegan al alma y te motivan a regresar, tan sólo verlos y las bendiciones que te dan, no tienen precio. A veces no podemos traer tanta comida, pero sea como sea para las personas es muchísimo”, señala Araceli Olvera.

Lo más difícil durante estos más de dos años no ha sido conseguir los recursos o las donaciones necesarias, sino lidiar con la indiferencia de las autoridades. Rosa y Araceli comentan que desde hace dos meses las autoridades del IMSS ya no le permiten ingresar para regalar comida, por lo que deben entregar los alimentos en la calle.

“Es muy injusto porque no se dan cuenta que hay muchas personas con necesidad que les vendría bien esta comida”, señalan.

En un día normal preparan al menos 5 kilos de cada guiso, casi siempre frijol, arroz y algún tipo de carne; han llegado a alimentar a 200 personas en una sola comida. Algunas describen a las personas que acuden a regalar comida como verdaderos “ángeles de la guardia”.

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