La toma de la Rectoría de la UNAM por parte de 15 jóvenes encapuchados la semana pasada es sólo un incidente más de una larga lista de acciones violentas por parte de grupos que, bajo diversas banderas, quebrantan la ley cotidianamente en la Ciudad de México y otras partes del país. En esta ocasión la reivindicación es que se dé marcha atrás en la expulsión de cinco estudiantes del CCH Naucalpan que fueron sacados, precisamente, por realizar acciones violentas.

El domingo, se reportaba que este año se han realizado seis agresiones similares en escuelas de la UNAM sin que nadie haya sido sancionado. Y la lista de actos violentos por vándalos encapuchados se podría ampliar: la toma de instalaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la toma de las oficinas del gobierno de Michoacán en el DF, los ataques del 1º de diciembre en el Congreso y en la inmediaciones de la Alameda capitalina, por no hablar de los ataques de los normalistas en Michoacán o en Guerrero, o de los maestros en Guerrero y Oaxaca. En fin. El modelo es el mismo: Grupos que utilizan la violencia, destruyen propiedad pública o privada e incluso provocan heridos. En este contexto lo extraño no es que ocurran incidentes como el de la toma de rectoría de la UNAM. Lo raro es que no ocurran más.

Evidentemente detrás de esta actitud de tolerancia de las autoridades está el síndrome de Tlatelolco. Ningún gobernante quiere ser acusado de un acto de represión que le haga pasar a la historia al lado de Díaz Ordaz. Es una actitud que se ha presentado en gobiernos de todos los colores. Este síndrome lo padecían el presidente Fox, los gobiernos perredistas de la Ciudad de México y claramente también las autoridades de la UNAM. Incluso el rector Narro criticó el uso de la fuerza pública contra los normalistas michoacanos en octubre del 2012 al afirmar que en ningún momento la violencia “debe ser el mecanismo de la solución de esos problemas que tiene nuestro país” y que “las opiniones de los jóvenes siempre deben ser escuchadas, calibradas, valoradas”. Curiosamente esta opinión la tuvo que modificar el rector cuando un grupo de estudiantes tomó por la fuerza la dirección del CCH en febrero de este año. En esa ocasión Narro dijo que se actuaría “con firmeza y apego a la legalidad, pero sin extremismos”. O sea, que hay que escuchar a los jóvenes pero si toman instalaciones, hay que aplicar la ley.

En cualquier democracia lo ideal es no tener que usar nunca la fuerza pública. Paradójicamente el uso de la misma es menos frecuente en los Estados que no dudan en aplicarla cuando es necesario. Ello disuade a otros potenciales violadores de la ley. Ese es el propósito del uso de la fuerza legítima por parte del Estado. El no aplicarla bajo el supuesto de que todo es platicable y negociable es el mejor incentivo para que se multipliquen los actos violentos. Ahí está el ejemplo del DF y de la UNAM. Ciertamente, la negociación es un instrumento importante en cualquier democracia, pero no sirve cuando se ha violado la ley. La negociación se debe dar en temas políticos que eventualmente lleven a la emisión de leyes. Cuando una ley entra en vigor, lo más dañino a la democracia es negociar su aplicación. Ello sólo produce ingobernabilidad y violencia. Tolerar a vándalos no es ni democrático ni de izquierda. Es el primer paso para el fascismo.

Analista político e investigador del CIDE

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