Sin lugar a dudas, la impunidad es uno de los peores vicios que una sociedad puede tener. Este mal ataca por doble vía ya que adicionalmente al daño que se causa por el evento que queda sin castigo, incita a su repetición ya sea por parte de la misma persona que lo cometió, como por otras que apuestan a correr con la misma suerte. Es bien sabido por las abuelas sabias, que el mal ejemplo cunde.

En México llevamos muchos años luchando por cerrar los espacios en donde germina la impunidad y de manera muy señalada fijamos nuestra atención en los que tienen que ver con el ejercicio del poder público. Sin embargo, la impunidad como patrón de conducta no se centra exclusivamente ahí. Actos de esta naturaleza los puede cometer cualquiera que tenga algún tipo de poder y que además esté en posición de eludir la responsabilidad, consecuencia o castigo que sus acciones debieran generarle. Bajo esta óptica es posible concluir que existen muchos espacios privados en los que la impunidad encuentra refugio. Y lo mismo me refiero al déspota cancerbero que obstruye o permite la entrada a los jóvenes que visitan un antro de moda, que a la enfermera que maltrata a un paciente en un centro de salud, que a los cometidos en abuso de la libertad de expresión, o a los que ocurren con maestros que maltratan a sus alumnos o bien los que comúnmente ejercen empresarios o negocios que gozan de privilegios ilegítimos derivados de posiciones monopólicas —y no me refiero solamente a los que tienen que ver con las grandes empresas sino también a los pequeños comerciantes que de una u otra manera incurren en atropellos grandes y pequeños. Y a esta lista podemos agregar un sinnúmero de ejemplos que van desde el abuso intrafamiliar no penado por la ley, el bullying, el maltrato infantil, el acoso, la prepotencia y un larguísimo etcétera que cada uno de nosotros puede construir a partir de la experiencia personal de cada cual. Si el ejercicio aludido es absolutamente sincero, nos enfrentaremos con que con más o menos frecuencia o intensidad, cada uno de nosotros hemos sido responsables de eventos que han abonado en ese círculo vicioso en torno al cual gira la impunidad. Por otro lado, si lo analizamos bien, detrás de todo acto impune –ejercido desde el ámbito público o privado-, en todos los casos, encontraremos lo mismo: ausencia de autoridad o autoridad omisa o abuso de autoridad o lagunas en la reglamentación, y/o corrupción en cualquiera de sus múltiples facetas.

A partir de esta reflexión concluyo en la necesidad de enfocar también nuestra atención de la impunidad en el ámbito de lo privado. Al final del día, está visto que las conductas impunes son peligrosamente contagiosas y los vasos comunicantes entre lo público y lo privado son anchos, y con rutas de ida y de regreso que facilitan su propagación y complican el combate. Debemos afrontar la impunidad —en todos los ámbitos— de la misma manera en la que nos preocupan y ocupan los abusos del poder público. Es preciso hacer un análisis concienzudo y proceder con soluciones que atiendan directamente a las causas del problema, y en cualquier circunstancia, construir una cultura de cero tolerancia ante la impunidad y el abuso.

En las escuelas de todo el país debe abordarse el tema bajo un método que garantice a las nuevas generaciones una formación refractaria a la impunidad. Las familias debemos detectar y combatir los espacios donde la propiciamos y actuar con severidad ante su presencia. Por otro lado es preciso que las autoridades luchen contra la existencia de grupos —del tamaño y naturaleza que sea— que pretendan ejercer poderes ilegítimos. Este tipo de fuerzas paralelas al estado son verdaderos focos de infección y su eliminación contribuirá a resolver el problema. De muy poco servirán los esfuerzos que se hagan en el ámbito de lo público si las empresas, las escuelas, las familias y demás agentes privados, se constituyen en invernaderos de impunidad.

No cabe duda de que el buen juez, por su casa empieza.

Analista político

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