Su historia se parece a la de muchos adolescentes. Al parecer, el divorcio de sus padres fue difícil y violento. Sólo Dios sabe cuántas cosas presenció y escuchó. Es posible que su alma registrara acusaciones humillantes, agresiones, gritos e insultos.

Los seres humanos parecemos ignorar que cada puñalada lanzada entre cónyuges va a parar al mero centro del corazón de los hijos. Los insultos, los gritos y las agresiones, acaban siempre partiéndoles el alma a ellos, y a nadie más que a ellos. Y el daño es todavía mayor, cuando los dardos de un padre se dirigen intencionalmente al corazón del hijo.

Dicen que solía ser un niño alegre. Sin embargo hacía mucho tiempo que no sonreía. Avergonzado y dolido, lloraba con frecuencia. En la escuela andaba solito. Sus compañeros lo acosaban. “¡Maricón!” —le gritaban con cualquier pretexto; para después castigarlo; primero con la exclusión y después con humillaciones. La mamá acudió a las autoridades del colegio —uno muy exclusivo en la ciudad de México— pero no solucionó el problema, por lo que lo cambió a otra aparentemente menos hostil. A los pocos días de iniciado el nuevo curso, llegó puntual el acoso de sus nuevos compañeros. Cambió de escuela pero no de mundo. Hacía tiempo que las tardes no eran para jugar o ver tele; sino para sufrir la perspectiva de la llegada del día siguiente. No sé si en algún momento mostró los síntomas inequívocos de un niño suicida. Lo que estaba en claro era que el mundo que lo despreciaba se le había venido encima. Y un día, no resistió más.

La ciudad de México reportó más de 200 suicidios infantiles el año pasado. El bullying y el abuso sexual aparecen como las principales causas de este abominable fenómeno. La violencia entre adolescentes es cada día más escandalosa, así como la cantidad de personas involucradas por omisión en cada caso. La historia de este niño probablemente desnude a sus padres, a sus compañeros, a sus maestros, a los padres de sus compañeros y a muchas otras personas que cuando menos no hicieron lo suficiente para impedir el acoso, o de plano prefirieron voltear la cara con tal de no intervenir para no meterse en problemas. En México se sigue viviendo en la cultura de que los niños “le pertenecen” a sus padres y que nadie más puede ni debe intervenir en sus asuntos.

Si algún padre agrede a sus propios hijos casi nadie puede hacer nada. La regulación en materia de violencia intrafamiliar sigue siendo tímida y el Estado no tiene el entramado institucional para entrarle al quite. Y lo mismo pasa con el bullying. Los mejores exponentes del acoso entre adolescentes son niños mimados acostumbrados a pasar por encima de quien sea para satisfacer sus deseos. Muchos son hijos de personas prepotentes y despiadadas que han sabido heredar el mal ejemplo a sus hijos.

En torno a la muerte de este niño hay muchas personas involucradas, que seguramente hoy se encogen de hombros porque están muy lejos del alcance de la ley. ¿Qué pasaría si existiera una regulación que reconociera y castigara su participación en crímenes como este? ¿Hasta dónde llegaría la violencia de los adolescentes si se castigara realmente la omisión de los padres, maestros y autoridades escolares? Otro gallo cantaría si la ley reconociera —de veras— que los niños son parte de la sociedad indefensa y no patrimonio de sus respectivas familias. Estoy convencido de que la violencia entre miembros de una familia o entre adolescentes no debe ser ajena a la sociedad ni al Estado y que unos y otros debemos tener obligaciones y responsabilidades al respecto. ¿Cuántos niños más tienen que morir? ¿Cuántos más tienen que pasar por el infierno del acoso?

Muchas veces los padres nos preguntamos a quién podemos acudir para que esto no suceda o con quién podremos hablar para que esto se acabe. La respuesta es sencilla: con nuestros hijos. Hoy, la solución está en sus manos. Ellos pueden ocasionar o impedir tragedias.

Vocero del equipo de transición de gobierno

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