Antonio —quien omite sus apellidos— fue deportado hace casi ocho meses de Estados Unidos. Llegó a Querétaro, pues en Matamoros, ciudad por la cual fue repatriado, la inseguridad es alta.

Luego se fue a Guadalajara, pero le dijeron que en Querétaro la ciudad está en relativa paz. “Lo único que quiero es un trabajo”, señala. Antonio representa la otra cara de la migración: la local, de personas deportadas que de la noche a la mañana pierden todo.

Un pequeño radio toca música norteña. Acompaña las jornadas de Antonio en la avenida donde vende dulces, junto con un migrante poblano. Afirma que es una forma de ganarse la vida, pues cuando la gente los ve desaliñados piensa que los van a robar o que son “vagos”.

“Nadie nos quiere dar trabajo por nuestro aspecto. Luego de los coches nos dicen que no seamos huevones, que nos pongamos a trabajar, pero no saben cómo está el asunto (…) Nadie nos quiere dar trabajo, nos piden muchos papeles y no los tenemos”, indica el hombre de 46 años.

Un auto se detiene junto a su compañero. De la ventanilla del conductor se extiende una mano de mujer con una bolsa amarilla de plástico. En el interior hay tortillas y unas piezas de pan. El colega de Antonio las lleva abajo del árbol donde tienen sus cosas.

Antonio pide un cigarro. Lo enciende y comienza a platicar que en Corpus Christi, Texas, trabajaba en una empresa administrada por gente de China, que procesaba carne de pollo. Relata que su actividad era tomar la pierna y el muslo del pollo y deshuesarlo para que quedara la “buterfly” —lo dice en inglés—.

Hace siete meses y 25 días, detalla, lo deportaron cuando “la migra” llegó a la procesadora. Detuvieron a los personas que estaban en la planta sin la documentación necesaria. Nada pudieron hacer por escapar, fueron detenidos y llevados a una estación migratoria para ser repatriados.

“Sentí que un calor me recorría de los pies a la cabeza, sentí que el alma se me iba a salir. Nunca había pasado por eso; me sentí mal, hasta comencé a temblar. Me esposaron, aun antes de pedirme papeles, porque ahí han agarrado a mucha gente [sin documentos], porque los chinos los contratan, para no darles seguro, y pagarles más”, abunda Antonio.

Narra que lo deportaron por Matamoros, Tamaulipas. A pesar de haber nacido en Ciudad Miguel Alemán, en dicha entidad, no quiso quedarse en la frontera, porque la inseguridad “está muy fea”. Antonio sostiene que nunca ha probado drogas, no gusta del alcohol y trata de llevar una vida sana.

Decidió no quedarse en Guadalajara, Jalisco, porque un hombre le dijo que es estado muy peligroso y le recomendó viajar a Querétaro, usando el poco dinero que llevaba al momento de su detención.

Cuando llegó a Querétaro, cuenta, se sentó afuera de una tienda de conveniencia, no a pedir dinero, sino a pensar qué podría hacer para sobrevivir. Entonces llegó una joven y le ofreció un rebanada de pizza.

“Se me hizo un nudo en la garganta, porque hay gente que no me conoce, no nos conocen, y tiene el interés por ayudar a una persona. Hay gente noble, que sin conocer a una persona la ayuda”, dice.

Agrega que la joven se metió a la tienda y minutos después salió con un refresco y un lunch para entregárselo, con una frase de aliento para que no se desmoralizara. La voz de Antonio se quiebra, sus ojos se humedecen de recordar el gesto noble de quien lo ayudó.

Comenta que comenzó a recibir mucho apoyo en ese lugar, pero cerca de ese sitio un día lo trataron de asaltar, por lo que decidió irse a otro lado. Fue entonces cuando conoció a otros migrantes y personas en situación de calle, con quienes hizo buenas migas. Ellos le dijeron que vendieran dulces para ganar un poco más de dinero.

“Estamos así. Nos dan dinero, pero sin aceptarnos el producto para tener y vender más. Una vez saqué 500 pesos, pero se puede hacer más”, declara.

Antonio agrega que acuden a un templo cristiano donde les ayudan dándoles de cenar en ocasiones, pero él busca una mejor vida: “Yo lo que quiero es trabajar honradamente, porque eso es lo mío. [Quiero] llegar a mi casa, bañarme, ver la televisión, formar un hogar, hacer una vida con una mujer que me ame, que me respete, igual de aquí para allá. Anhelo algo bonito, salir a pasear, tener una vida bonita, vivir en una casa, dormir en una cama, como antes cuando estaba en Corpus Christi”.

Antonio recuerda que cuando no tenía que pagar la renta o las facturas, iba a la playa con su hermano, quien vive en aquella ciudad texana, donde además vive su madre, quien dependía económicamente de él, y quien no sabe de su paradero, pues su teléfono celular le fue robado, y no recuerda el número de sus familiares.

Añade que desea juntar dinero para poder viajar a Miguel Alemán para visitar a una tía que tiene en aquella ciudad, para que a través de ella contactar a su madre, pues está seguro que su familia lo da por muerto.

Antonio pide otro cigarrillo. Lo toma con su mano derecha, a la cual le faltan dos dedos, debido a un accidente vial que sufrió hace 13 años. Lo enciende mientras da las gracias y se disculpa por el polvo que le cubre los brazos y los hombros. “Esto no me gusta”, comenta mientras se sacude y se prepara, junto con su compañero poblano a comer algo antes de volver a la venta de dulces.

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