Verónica Hernández pregunta al cliente qué va a querer. Hay tamales rojos y verdes, así como atoles de cajeta, chocolate, arroz y guayaba. El cliente pide un vaso de atole de guayaba y una torta de tamal. “Para el Día de la Candelaria vendemos el doble de un día normal. No surtimos pedidos, atendemos como llegan”, dice Verónica.

El olor al atole de cajeta es el que más llama la atención, “por escandaloso”. Y aunque no hubiera ningún olor los clientes ya saben a dónde llegar. La esquina del mercado de La Cruz, en Gutiérrez Nájera y 15 de Mayo es buscada por quienes quieren degustar tamales y las famosas guajolotas o tortas de tamal.

Verónica explica que desde hace 30 años sus padres, Consuelo León y Trinidad Hernández venden tamales en esa esquina, lo que ha permitido a la familia salir adelante.

“Mi mamá es la que inició aquí, es a ella a la que le quedan ricos los tamales. Se deja preparado el bote [desde un día antes] y se paran a prenderle a las cuatro de la mañana para que estén listos cuando empezamos a vender”, asevera.

Regularmente, señala, son sus padres los que venden en el puesto que instalan todas las mañanas para vender todos los días. Son cuatro hermanos, pero ninguno se dedica a la venta de tamales, sólo les “medio ayudan” a vender.

“Es el mejor trabajo, porque de ahí nos han sacado adelante. Todos hemos aprendido de ahí a lavar hojas, envolver, echar más. Todo lo hacemos ahí”, asevera.

En la variedad está el gusto. Hay tamales verdes, rojos, de rajas y dulce, aunque también los hay oaxaqueños, de pollo y de puerco, así como de salsa verde y salsa roja. Las tortas de tamal, dice, las comenzaron a vender hace 20 años. La llegada de gente de otras ciudades, principalmente de la Ciudad de México, ha popularizado esta presentación de los tamales.

“La teoría es nada más formarlos sin contarlos, para que nos rindan”, explica Verónica.

De pronto, el puesto vacío se llena de visitantes quienes buscan almorzar uno o varios tamales, acompañados de un atole. Verónica interrumpe la charla. El cliente es primero y hay que atenderlo. Un hombre que llega da los buenos días y suelta sus deseos: una torta de tamal y uno de guayaba [atole]. Rápidamente, el joven que ayuda a Verónica toma el bolillo, lo abre, saca el migajón e introduce un tamal mientras Verónica sirve el vaso de medio litro de atole de guayaba.

Una pareja espera su turno. Piden dos atoles chicos y dos tamales verdes. Mientras, otra mujer llega, pregunta qué tiene. Verónica responde que tiene ya, para media mañana, tamales verdes y rojos, así como los atoles, “aunque el de guayaba no está muy caliente”, dice.

Verónica indica que los tamales se comienzan a preparar desde un día antes y empieza las cocción a las cuatro de la mañana, para estar a las siete listos para venderse.

Con la mañana fría se antoja más una bebida caliente y un tamal, por lo que cuando las temperaturas son bajas se vende un poco más, reconoce la mujer, quien no para de atender y cobrar a los clientes.

De fondo se escuchan las aves que se venden también en esa esquina. Verónica parece no prestar atención a su trinar. Se concentra en la atención de los clientes.

Un aroma inconfundible. Cada vez que abre uno de los botes el vapor escapa llenando el aire con un olor característico. Llegan más clientes y Verónica se multiplica. Surte un pedido, levanta una tapa y sirve un atole. Levanta otra tapa y llena otro vaso con atole, mientras los clientes ya salivan pensando en lo que van a comer.

Los clientes ya conocen a los vendedores. Algunos preguntan por su padre. Preguntan por don Trini, de manera familiar.

Para el Día de la Candelaria, indica Verónica, se vende mucho más, hasta dos o tres veces más que los días normales. “Casi no tomamos pedidos porque es más complicado, todo lo despachamos aquí. Traemos bastante tamal para despachar. Es más del doble, hasta tres veces más.

El puesto de tamales está abierto todos los días, para que los aficionados a este platillo y los atoles pueden desayunar cualquier día de la semana. No se descansa ningún día, explica Verónica. Hay días que tienen menos trabajo, pero todos los días están en el lugar.

La esquina del mercado de La Cruz se vería vacía sin la presencia del puesto de doña Consuelo y don Trini. Muchos más también pasarían hambre, pues los tamales y el atoles son una opción de desayuno económica y que satisface a la mayoría.

Verónica dice que todos los tamales le gustan, en especial los rojos. Interrumpe la charla de nueva cuenta. Cobra a los clientes que minutos antes se sentaron en los bancos que tiene frente a la mesa con el mantel blanco donde están los botes con los tamales y los atoles. Otros clientes llegan y piden más tamales y Verónica los sirve con gusto. Con el trabajo de sus padres, de sus hermanos y ella, se conserva la tradición y el hambre alejada.

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