¿Sabes una cosa, querida Helda? Aquí en el asilo he conocido muchísimas formas de amar. He visto de cerca el amor maternal, fraternal, el amor romántico y he sabido incluso del amor fugitivo.

Creo que estar en el ocaso de nuestras vidas nos hace valorar lo realmente importante. Mira, mi compañera Albina tiene más de 80 años y tiene una debilidad por los niños; ella me cuenta que de joven fue nana, y que en una ocasión cuidó a más de 20 niños para una sola familia, y me dice, con orgullo, que jamás descuidó a ninguno de los niños, siempre los mantuvo a salvo, como si fuera su verdadera madre. ¿Verdad que eso es amor verdadero?

Esta semana tuvimos visitas. El asilo San Sebastián se llenó de jóvenes y niños, y Albina se volvió loca de amor por un pequeño de seis meses; ella se acercó a él, jugaba con sus manos, con sus pequeños pies, le cantaba canciones, le repetía una y mil veces con su voz débil y delicada “Qué hermoso eres”, “Eres un bebé precioso”, le decía.

Mirando a aquella ancianita derretirse de amor por un ser tan débil e indefenso, reflexioné sobre mi propia vida, sobre mi debilidad, sobre el amor que he dado y recibido. Y entonces pensé en tí, Helda mía, por eso te escribo esta carta, después de tantos años de no verte ni saber de ti.

“Náufrago fortunado en el diluvio de tu virtudes; aferrado constante voy, encadenado feliz en el lazo de tus brazos; soy por eso, he sido y seré por siempre, en este tiempo y en los tiempos universales de todos los tiempos, tu amigo, tu novio, tu amante y tu eterno admirador”, escribí para ti, Helda, estos versos hace más de 40 años; y ni el tiempo, ni mis días en el asilo, ni siquiera la inmovilidad adquirida por mi esclerosis múltiple han podido borrarlos de mi mente, ni de mi corazón.

Te vi por primera vez, Helda, un domingo a mediodía mientras cruzabas el Jardín Corregidora, en Querétaro; vestida toda de negro, luciendo la delgadez de tu cuello, tus piernas y tu cintura, tu piel morena, tus ojos preciosos, un gorro en tu cabeza y de tu mano, colgaba también la mano de tu esposo. ¿Se encuentra tarde el amor? No. El corazón me dice que tú y yo nos encontramos muy a tiempo en otras vidas, en otras dimensiones quizá crecimos y morimos juntos.

Hoy tengo 79 años, Helda mía, tú 75; y conté por primera vez, a un desconocido, mi única y verdadera historia de amor. Me costó mucho trabajo mencionar tu nombre, porque recordé el alto precio que pagué por quererte, y recordé también lo mucho que valió la pena. No me arrepiento de nada, los seis años que pasé contigo fueron los mejores de mi vida; incluso pensé morirme después de no tenerte, “puedo morirme ahora —pensé— pues ya lo he vivido todo”.

Mis días en el asilo San Sebastián, transcurren con serenidad, y con frecuencia varias personas me visitan para hablar conmigo, les cuento de mi vida; pero la tarde de ayer fue inusual, Helda, porque durante la tarde de visitas hablé de ti.

Con lágrimas en los ojos, a punto de romper en llanto, hablé de nuestras citas clandestinas, de ese amor tan puro y tan grande que nos atrajo a los dos como imanes, a pesar de que tú tenías esposo, y yo tenía esposa.

Los dos teníamos treinta y tantos años, Helda, ¿Recuerdas? Te vi de la mano de tu marido y desde entonces quedé encadenado a ti, atado con un hilo invisible que todavía no se rompe. Después supe por una amiga de los dos, que yo te gustaba, ¿Puedes creerlo, Helda? ¿Cómo podríamos gustarnos aún sin conocernos? El amor es maravilloso, diría yo que es un privilegio, y me siento honrado de haberte amado y de haber sido amado por ti.

Nuestra separación era inevitable, pero nos amamos con la intensidad de toda una vida. Durante seis años mantuvimos nuestro amor en secreto, ocultamos las cartas, los besos, los regalos, las miradas secretas que durante tanto tiempo nadie supo descifrar; esos seis años fueron nuestra vida, Helda mía, y nuestra vida fue perfecta.

¿Recuerdas aquella tarde en tu casa, cuando usaste el perfume que yo te regalé? Estábamos los dos abrazados en silencio, en la quietud de tu hogar, en donde pasabas casi todos tus días sola. Te separaste de mí un momento, fuiste a tu habitación y te cambiaste la ropa, cuando volviste a mí, vestida tan elegante, percibí un aroma conocido, “Hueles delicioso”,Gracias, es un perfume que me regaló alguien muy querido”, Guardé silencio unos segundos, desconcertado, y después, en medio de risas y carcajadas me dijiste “Ese eres tú, tonto” y nos besamos con verdadera pureza.

Tal vez nadie nos crea Helda, pero en nuestros corazones jamás quisimos lastimar a terceros, jamás quisimos herir a nuestras familias, ¿Pero qué podíamos hacer? Nos vimos inmersos en un espiral poderoso, sin salida, y nos dejamos llevar.

Recuerdo esa chispa de culpa y preocupación que yo sentía cada vez que llegaba a casa. Aunque no tenga sentido, Helda, yo sentía que las enfermedades respiratorias que aquejaban a mis hijos tenían que ver con mi secreto, que de alguna manera mis pequeños percibían mi sentimiento de culpabilidad, mi doble vida, mi historia oculta. No supe qué hacer, y te pedí terminar con esa etapa maravillosa.

Y tú, con tu rostro sereno, tu voz gentil, me tomaste del rostro y me dijiste “Ya lo sé”. Dejamos de vernos desde entonces, Helda, pero lo que siento por ti no ha hecho más que crecer, crecer infinitamente, y será así hasta el día en que me muera.

Finalmente la fatalidad me alcanzó, perdí a mi familia, mi situación económica cambió para mal, fui víctima de una terrible enfermedad que todavía me lastima, querida Helda, pero tú sigues en mí, y eso no podrá quitármelo nadie.

La esclerosis múltiple ha invadido mi cuerpo, me roba la movilidad; siempre he sido un hombre apegado a la realidad, y sé que algún día no podré mover ni siquiera mi dedo meñique y me iré de esta vida siendo el hombre más feliz del mundo, resumiendo mi existencia a los seis maravillosos años que pasé contigo.

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