La incursión de las mujeres en las artesanías de lana ha servido para inyectar diseños y productos novedosos, no sólo el sarape y las cobijas, pues desde que se les permite usar los telares imprimen su sello a las creaciones.

El aire frío recorre las calles de la cabecera municipal de Colón. Frente a la basílica de Soriano, los locales de carnitas y de chicharrón de res esperan a los clientes. En una de las viviendas del barrio de Soriano, Gisela Hernández Casas, y María Arteaga trabajan en los telares de madera que están en la cochera de una vivienda.

Si la temperatura al aire libre es baja, al interior del taller lo es aún más. Ambas mujeres trabajan bien abrigadas en los telares. Gisela, la más jóven, narra que desde hace poco más de tres años comenzó en la elaboración de productos de lana.

“De muy niña comencé a tejer el gancho, el crochet. Hace poco más de tres años y medio lanzó una convocatoria el maestro artesano José Vega. Tomamos un curso y me quedé a seguir aprendiendo”, comenta.

Antes de esa convocatoria que le cambió la vida, Gisela se dedicaba al hogar. Hoy tiene doble jornada, pero se siente más libre, más realizada. “Es algo muy gratificante porque es parte de nuestra cultura. Yo que nunca había conocido un telar, que ni siquiera sabía que existían, pues ahora lo reconozco como parte de nuestra identidad”, indica.

Además de permitirle generar más recursos económicos, aprender el uso del telar, le permite a Gisela ser otra persona, otra mujer. Ya no sólo está en casa viendo la televisión, lo que considera una pérdida de tiempo en lo cual se va la vida. Ella prefiere ir en la mañana al taller, aunque también lo hace en la tarde un par de horas.

Oficio que cambia vidas.

Esta actividad le ha cambiado la vida, “pues antes siempre estaba pegada a mis hijos y a mi esposo. A mí sí me ha cambiado un poco la visión, de no quedarme en la casa y ya”, subraya, al tiempo que enfatiza que esta tradición no se puede perder.

A unos metros, María Arteaga trabaja en silencio. La mujer mayor apenas si levanta la vista del telar. Luego hace una pausa, para dirigirse a una rueca donde hace los hilos. Ahí comenta que tiene tres años y medio de hilar. Antes se dedicaba al hogar, aunque siempre se dedicó al macramé. Ahora sabe hacer todo el proceso del jorongo.

María explica que su padre tenía la idea de que la mujeres no debían de estudiar, por lo que ella sólo estudió la primaria. Tuvo seis hermanas y dos hermanos, y su padre decía que sólo estudiarían los hombres.

“Sólo tres mujeres estudiamos la primaria, las otras se fueron a trabajar. Yo me quedé en la casa a cuidar a la familia. Mi mamá sabía hacer macramé, y ese oficio ayudó en la economía de mi casa, porque podía trabajar en casa y cuidar a mi familia”, explica.

Añade que ahora se hace menos sarapes, pues han llegado los competidores chinos que roban mercado. Además la mayoría de los artesanos más antiguos han muerto, han de quedar apenas dos o tres, por lo que hay poco trabajo.

María reflexiona por unos segundos, luego responde: “Me hubiera gustado haber estudiado para secretaria. En aquel tiempo quería ser secretaria, pero no hubo oportunidad. No había mucho trabajo, pero había talleres de costura”.

La tradición del telar.

En la comunidad de Ajuchitlán, en Colón, a pie de la carretera está la tienda donde también se venden las artesanías que las mujeres hacen. El maestro artesano José Vega Ibarra, con 51 años tejiendo, comenzó a los 11 años viendo a su padre, un oficio que lleva cuatro generaciones en su familia.

Recuerda que la primera vez que se subió a un telar se emocionó mucho, pues tenía tiempo viendo cómo tejían y no se quería bajar. La primera pieza que hizo fue un pequeño jorongo para él, pues tenía frío, con rayitas, “pero me quedó bonito, a mí me gusto”, añade.

Dice que a raíz de la incursión de las mujeres en las artesanías tejidas de lana, el surtido y colorido aumentó. Antes de que las mujeres incursionarán, indica, hacían jorongos y cobijas, además de otras piezas.

Ahora, con ellas aprendiendo el oficio, los colores, la variedad de artículos, y la forma de vender las artesanías cambió, reconoce José. Ahora el surtido va desde cobijas, tapetes, gobelinos, cojines, así como suéter, bufandas, balerinas, imprimiendo su sello a las creaciones.

José ve positiva esta renovación, le da nueva vida a la artesanía tejida en Colón, donde incluso grupos de jóvenes universitarias acuden a verlos para encargarles diseños y que ellas, con los conocimientos adquiridos gracias a las clases de don José, pueden llevar a un jorongo, cobija o cualquier pieza.

arq

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