“Yo soy raro desde que tengo uso de memoria. Antes no había esas etiquetas de ‘asperger’ o de ‘autista’. Los que éramos  rarones  era porque estábamos más metidos en los libros que en el futbol y porque nos gustaba estar solos”, recuerda Enrique Gómez, desde la silla que ocupa  como director administrativo del Centro para la Atención del Autismo y Desórdenes del Desarrollo (CAAD).

Enrique, al igual que los pacientes atendidos en el CAAD, fue diagnosticado con uno de los trastornos que forman parte del espectro autista: el síndrome de Asperger, que provoca en quienes lo padecen dificultades de interacción social y un aislamiento marcado, entre otros  desórdenes de conducta.

“Yo me veía raro desde el kínder (…) mis juegos eran muy solitarios, sobretodo en casa. En la escuela me gustaba mucho quedarme en el recreo leyendo y hasta me escondían los libros de texto cuando me los entregaban. Me los daban en septiembre y antes de que llegará octubre  ¡Ya los había contestado todos y tenía todo el resto del año para hacer lo que yo quisiera!”, recuerda Enrique, mientras explica que otra de las características del síndrome de Asperger es una tendencia a interesarse de sobre manera en un tema, lo que explica que muchos pasen horas leyendo y sean identificados como “genios”.

“El 99% son monotemáticos, es decir, se meten a su tema y te lo dicen todo… al que le gustan los dinosaurios se sabe todos los dinosaurios y al que le gustan las cámaras, te sabe decir todo de las cámaras, por ejemplo, desarmarlas y decirte qué pieza corresponde a qué modelo o año… pero 1% de los Asperger, que es donde estoy yo, somos endemoniadamente multifacéticos. Sabemos de bastantes cosas y la gente piensa: ¡Saben muchísimo, son genios”, dice.

En la escuela, al contrario de muchos de los casos que ha conocido en el CAAD, Enrique admite que tuvo “suerte”, pues los maestros tenían la disposición de adaptar sus clases y en lugar de optar por el regaño y la segregación,  modificaban algunas de las tareas para integrarlo con los compañeros. “Tuve esa suerte de tener muchos apoyos, no terapéuticos, pero sí me fueron adaptando a la vida diaria”, menciona.

Una terapia alternativa

Sin embargo, el apoyo más importante que recibió y le permitió ayudar a más chicos con problemas de conducta fue el taekwondo, arte marcial en el que se desarrolló hasta convertirse en profesor en El Salesiano a los 16 años. En esta institución posteriormente se hizo cargo del departamento sicopedagógico para trabajar con los chicos que, a falta de un diagnóstico, obtenían el calificativo de “chicos raros”.

“Ayudaba a los jóvenes, no terapéuticamente, porque nunca estudie para ello, pero lo hacía como a mí me había funcionado. De cómo yo pasé por ser un niño buleado, con sobrenombres, a ser el profesor Enrique. Ese es el cambio y los sacaba literalmente del bote de basura con la autoestima menos 10 y los convertía en cinta negra (…). El taekonwondo se volvió él carrito, el vehículo para hacer un montón de cosas”, recuerda.

En ese momento Enrique inició uno de los proyectos más importantes en su vida: la teoría de los huevos azules; una plática que le permitió dar conferencias en las escuelas de Querétaro para motivar a los estudiantes, que al igual que él, padecieran problemas de conducta y de interacción con los demás compañeros.

De esta forma, sus alumnos destacaron en taekonwondo y se convirtieron en profesionistas exitosos que, como parte de la motivación de Enrique, asistían a competencias en Corea, se realizaban cambios de imagen y, sobretodo, recibían mucho apoyo por parte de sus familiares.

Después de desempeñarse algunos años en el arte marcial, logró abrir una institución de taekonwondo en Querétaro, donde obtuvo su primer acercamiento con el CAAD, al estar ubicada a un lado de sus instalaciones.

“Poco  a poco conozco a Tere y se dio la situación de que una de mis hijas, Karlita tenía problemas de memoria y veíamos que era rara, pero más rara de lo normal. Yo tenía dudas porque había tenido una operación a corazón abierto cuando tuvo 10 años a causa de un quiste y a los dos años nos dijeron que podía tener secuelas”, menciona. Una vez que recibe el diagnóstico de su hija, también obtuvo el suyo: el síndrome de Asperger o autismo alto funcional. “En mi caso, pensé: ¡Entonces mi rareza tienen un factor! Antes para mí el autismo era una condición muy rara y no tenía nada qué ver conmigo. Como una de nuestras características es que somos muy obsesivos, a los pocos días que yo supe mi diagnóstico, ya tenía una carpeta de este tamaño con información del síndrome de Asperger”, dice.

Enrique tiene tres hijos: de ellos, sólo Karla ha sido diagnosticada con Asperger, sin embargo, Leo, aunque aún no recibe diagnóstico completo, muestra rasgos de autismo alto funcional.

Después de recibir su diagnóstico, Enrique decide apoyar a la asociación y convertirse en el director administrativo de CAAD, que en ese momento estaba al borde de la quiebra: “Las cosas buenas se tienen que defender y tenía yo esa necesidad. CAAD, desde entonces, se volvió mi más dulce complicación. Sería más cómodo dedicarme al colegio y taekonwondo, pero al ver el trabajo que se hace y siendo yo autista, no me quedaba más que apoyar y entregar el recurso que tenía, que a veces no era monetario”.

El síndrome de Asperger, según Enrique, se podría clasificar como un arcoíris: De un lado está el autismo de Keneth, el más profundo y que se manifiesta en problemas del habla y un ensimismamiento muy marcado, y a 180 grados está el autismo altamente funcional:

“El espectro es muy grande: desde los que tienen muchos problemas hasta los que han tenido suerte. Otros le sufren más, otros menos. El diagnóstico es vital porque entre más temprano demos tratamiento a un niño con autismo, tienen más oportunidades. Es lo que tratamos de hacer en fundación CAAD: tratar de ir a las escuelas y que se sensibilicen, que cambien esa mentalidad y que no se segregue al niño ‘raro’. El autismo es sólo una manera distinta de ver la vida, aunque digo yo, es la manera complicada”.

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