Martín García Martínez toca una maltratada guitarra. A un lado su bastón para invidentes y un letrero donde pide solidaridad a las personas que transitan por la calle de Juárez, en el centro de Querétaro. Con la caridad de la gente, que a veces es poca, mantiene a sus hijos, quienes estudian, pensando en un día devolver un poco lo que su padre ha hecho por ellos.

Sentado en la puerta de un edificio, Martín toca su guitarra, mientras la mayoría de la gente pasa indiferente a su lado, apenas poniendo atención a la figura del hombre con bigote al estilo de Charles Chaplin y que ya entra a una edad madura.

Dice que tiene ya siete años tocando en la calle, pues no hay quien le dé empleo. “Ya recorrí todos lados, a todos los lugares de gobierno, al CRIQ, al Centro Cívico. Antes trabajaba, atendía a niños con Síndrome de Down en la Casa Hogar San Pablo, en Desarrollo San Pablo. Estaba en terapia ocupacional con ellos”, señala.

Comenta que también trabajó en una empresa dedicada a la fabricación de cepillos dentales, ubicada en Carrillo, donde empacaba el producto, pero con la modernización de las plantas compraron una máquina que hizo su labor, siendo despedido de su fuente de ingresos.

Recuerda que en la Casa Hogar San Pablo el doctor que le daba trabajo falleció en un accidente automovilístico. En la casa hogar tenía un grupo de ocho niños, a quienes les enseñaba manualidades, como tejer bolsas para el mandado o les tocaba la guitarra, que aprendió a tocar en la Junta Vergara, donde le enseñó un maestro que se llamaba Manuel, en el año de 1986.

Martín explica que perdió la vista por una atrofia ocular, pues cuando era niño podía ver, hasta que a los 16 años perdió la vista. A los 18 años se mudó de Amealco, su lugar natal, a Querétaro, pues había una promoción para quienes necesitaran consultas oftalmológicas, pero terminó en la Junta Vergara.

Señala que su letrero, donde pide la cooperación de la gente se lo escriben sus hijos, que tienen actualmente 14 y 16 años de edad. Su esposa, la madre de los dos menores, apunta, se fue, dejándole a los niños (una mujer y un hombre) cuando apenas los chicos tenían cinco y dos años.

Precisa que para sobrevivir él y sus dos hijos tenía que salir con ellos a trabajar, vendiendo rosarios y lamparitas, caminando por las calles. Fueron tiempos muy duros para don Martín, pues tenía que buscar el sustento para él y sus hijos de manera propia, no tenía ningún apoyo de gobierno. Un tiempo llegó a tener una beca de 300 pesos, pero era muy de vez en cuando.

Martín comienza a tocar su guitarra y a cantar con un aparato de sonido algunas canciones a mediodía y, cuando el tiempo lo permite, hasta después de la siete de la tarde.

Ríe de manera nerviosa mientras dice que el día está flojo, pues apenas lleva unos cuatro pesos, “espero que caiga algo”, apunta. Agrega que tiene que trabajar todos los días, pues no es mucho lo que gana, apenas unos 150 o 200 pesos diarios, lo justo para comprar tortillas, huevo, algo para comer, y nada más.

Mientras sus hijos esperan en su casa, en la colonia El Tintero, pues están de vacaciones en la escuela, pero cuando eran más chicos los llevaba con él. “Cuando eran chiquitos los llevaba a la escuela y luego me iba a vender rosarios, y batallaba, la gente no es de la que escucha. Muy fuerte que es la gente. A mis hijos les digo que le echen ganas a la escuela y un día trabajarán”, precisa.

Compasión

Una mujer, acompañada de un niño de unos cuatro años, se acerca a Martín y le deja una bolsa de papel con una charola de unicel con comida. “Le dejo esto señor, es comida”, le dice la mujer a Martín, quien busca con una mano la bolsa y la acomoda del otro lado, junto a su bastón, mientras agradece el gesto de bondad. Dice que esos gestos son raros, pues la gente no suele ser muy caritativa.

Trasladarse es otra odisea para Martín. Tiene que preguntarle a la gente el destino de los camiones, pero algunos ni siquiera le responden.

Otro obstáculo es la ciudad, que en algunos sitios no es tan amigable con las personas invidentes. Narra que una ocasión cayó en una zanja, en Ocampo y Madero, lastimándose la garganta y la lengua, nadie le dijo que había una obra de una empresa telefónica, cuyos empleados que trabajaban ahí le ayudaron.

Poca gente se acerca a dejar monedas al bote oxidado que cuelga del brazo de la guitarra de Martín. La mayoría pasa de largo, pensando en sus problemas y necesidades de sus vidas, mientras Martín canta y toca, esperando la caridad de la gente. Dos religiosas pasan frente a Martín, no se detienen.

Precisa que a le gusta mucho trabajar y está dispuesto a hacer lo que quiera, pero en el gobierno no ha tenido el apoyo necesario, y en otras instituciones dedicadas a apoyar a las personas invidentes y débiles visuales, los manejos no son del todo legal, explotando a las personas con discapacidad.

Martín continúa cantando, esperando que con sus notas musicales y su voz se despierte la caridad de los queretanos y turistas que pasean por el primer cuadro capitalino.

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