“Al Mercado de La Cruz lo considero como mi casa, mis hijos aquí se criaron”, afirma Anita Manrique Lugo, quien desde los 11 años de edad vende en el tradicional espacio de comercio de la capital queretana, cuando todavía estaba en lo que es ahora Plaza Fundadores.

De andar lento, que se apoya en un bastón, doña Anita se dirige a su puesto de menudo, en donde su hija y su nieta la ayudan a vender el platillo que ha comerciado durante décadas.

Su hija Verónica y su nieta Guadalupe Vivián son quienes tienden a los clientes, quienes disfrutan del menudo, platillo que está en una gran cazuela de barro.

Ambas mujeres jóvenes se mueven de manera coordinada por el local, que está dividido en dos, pues amplió su negocio, gracias a la venta que le hizo una de sus compañeras.

Eso le sirvió para remodelar el espacio, colocando una arco falso, hecho con ladrillos, lo que da una vista atractiva al lugar.

Anita, de 75 años de edad, recuerda que inició en las ventas en el Mercado de La Cruz, uno de los que tienen más tradición de la capital queretana, cuando aún se ubicaba en lo que actualmente es Plaza Fundadores.

“Crecí, me casé y todavía seguía en el mercado de allá. Luego nos venimos aquí [al actual mercado], al que considero como mi casa, porque mis hijos aquí se criaron, y si nos cierran el mercado mis hijos qué van a hacer”, menciona la mujer.

Apunta que a sus ocho vástagos, ella y su esposo les enseñaron el oficio de comerciante en el Mercado de La Cruz, por lo que el futuro del espacio de comercio estará íntimamente ligado al de su familia.

Uno de sus hijos, apunta la mujer mayor, vende tacos de montalayo y de cabeza.

Ella, cuando empezó a vender la carne, la ofrecía cruda, hasta que luego se le ocurrió que podría venderla cocida, lo que fue un éxito.

Narra que en la casa de su padre nunca hubo empleados, todo lo hacían entre todos en la familia, porque su padre era carnicero y, además, hacían chicharrón, por lo que hacían todo lo que podían y debían.

“Nosotros ayudábamos con cazos porque mi padre era carnicero. Estirábamos el chicharrón, nos enseñaron cómo se trabajaba y hasta la fecha seguimos trabajando, pero nunca hubo un trabajador en la casa, siempre fuimos nosotros. Hasta ahorita igual, sólo son los hijos”, indica.

Bajan las ventas, pero el negocio sigue. Dice que a raíz del cambio de rutas del transporte público, cuando en la administración pasada se creó la desaparecida Red Q y los camiones dejaron de pasar cerca del mercado, la clientela y las ventas bajaron.

Le preguntaban a los clientes por qué dejaban de ir y decían que era porque tenían que tomar dos camiones para llegar y dos de regreso.

“Las ventas ya no son como antes. Antes traía dos pancitas, ahora traigo una y media, porque todo ha mermado. La competencia siempre ha habido, las mismas compañeras del menudo. Yo siento que cada quien tiene a su propia clientela, lo que nos afecta es que la gente que venía antes ya no viene, por los camiones, que no entran las rutas”, indica.

Entre los puestos y la comida, Anita encontró al que sería su esposo, Esteban Mercado Jaramillo, quien vendía tacos de cabeza y montalayo, en Garibaldi y a quien conoció en el mercadito de La Cruz, durante el trabajo diario y la convivencia rutinaria entre los locales ahí dispuestos.

Anita apunta que muchos de los locatarios más jóvenes son los hijos de los fundadores del Mercado de La Cruz, incluso ya hay muchos nietos, como los suyos, que se dedican al comercio en el mismo espacio.

“Aquí en el mercado son seis nietos, dos de las niñas trabajan vendiendo cabrito. Otros dos nietos venden taquitos de cabeza, montalayo, de tripa, ese es el negocio de la familia”, comenta la mujer.

“Porque a todos nuestros hijos los hemos enseñado al negocio de la carne. No quisieron estudiar, les dijimos que al trabajo”, precisa.

La hija y la nieta de doña Anita no paran de servir. Son apenas pasadas las 9:00 horas, pero la clientela ya es nutrida, Piden sus platos, ya sea chicos o grandes, dependiendo del apetito y el presupuesto.

Anita dice que muchas ocasiones la gente deja de ir al mercado porque “creen que vana a venir y se les va a tratar mal. Nosotros siempre tratamos bien a nuestra gente, tratando de que traten de venir al mercado”.

Nada como un mercado. “Lo que sí nos da apuración es esto, que nos vayan a poner la plaza [comercial], porque en esas tiendas la gente va por cualquier cosa y salen con otras cosas, y así se va la gente para allá”, advierte la mujer.

Agrega que ese tipo de tiendas suelen engañar a los clientes, pues anuncian ofertas y luego salen comprando otra cosa, gastando más y dejando ir la oferta. Anita se refiere a la plaza comercial La Esperanza, que pretende construirse en las inmediaciones del Mercado de La Cruz.

“Todo lo que piensan poner ya existe aquí, hay cinturones, zapatos, todo lo que piensan vender”, agrega, aunque no hay nada como ir a un mercado y almorzar en los puestos de comida, es una experiencia única.

La prueba son las mujeres y hombres que comen menudo en el local de Anita, quienes, por las bolsas que llevan consigo, luego de “echarse un taco” realizarán las compras del día.

Otra cosa que sucede en el Mercado de la Cruz, dice la mujer, es que se crean lazos afectivos muy fuertes entre locatarios, pues luego de muchos años y muchas vivencias juntos la amistad se fortalece, aunque muchos de los fundadores del espacio de comercio ya hayan muerto.

La clientela siempre existirá en el mercado, aunque no como antes, cuando hasta la clase política queretana se paseaba por el mercado y hacían el mandado en los mercados.

“Si no nos queremos nosotros en el mercado, quién, por eso debemos estar unidos en este problema hasta que se acabe”, puntualiza.

El olor a menudo llena el local, justo enfrente del puesto de doña Josefina, quien comenzó en el mercado vendiendo quesos en una canasta y ahora tiene un local “hecho y derecho”, señala Anita.

Con su delantal blanco, ya se dispone a servir los platos de menudo a los clientes, que por antojo o por alivio recurren a este platillo mexicano famoso; dicen los que saben, por sus dones curativos, luego de una noche de culto al d.

Anita da unas órdenes a su hija y a su nieta. Ambas mujeres obedecen sin chistar y, de manera rápida, sirven un plato más de menudo a un cliente que acaba de llegar, quien da los buenos días y toma su lugar.

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