Esmeralda Díaz toma su gancho, un trozo de listón y un poco de relleno para el peluche que va a realizar. Hace tiempo elaboró un hongo de caricatura con la esperanza de regalárselo a su hijo de 10 años; sin embargo, el menor no pudo visitarla y la figura se maltrató por la humedad.

La mujer teje sin parar, quiere tener algo listo para que su pequeño se sienta orgulloso de ella cuando acuda al Centro Preventivo y de Reinserción Social de Tlalnepantla, conocido como Penal de Barrientos.

Sentada con un grupo de aproximadamente 26 mujeres, Esmeralda se apresura en su trabajo, porque sabe que mientras más muñecos termine, más dinero obtendrá.

Afirma que por la falsa acusación del robo de un celular y 2 mil pesos, ha estado dos años en el “palacio negro” del Estado de México, una de las prisiones más peligrosas, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2018 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).

Ser mujer y vivir en Barrientos es una doble condena: el sector es olvidado, no recibe visitas familiares ni tiene muchos talleres para entretenerse y ganar dinero.

En el caso de Esmeralda, su hijo la visitaba dos veces al año. Su madre llevaba al menor al penal, pero desde que la señora falleció no hay nadie que pueda realizar esa tarea.

“Lo más difícil es no tener a mi mamá y no ver a mi hijo, no saber cómo está. Nos comunicamos con teléfono de tarjeta y a veces no funcionan.

“Mi hijo vive con su papá y llamo diario, pero a veces no me contestan, es difícil conseguir los números porque cambian de casa constantemente”, comenta.

Por casos como este, la organización social La Cana lleva actividades de costura y tejido a las mujeres recluidas de Barrientos, así como a las que están en las cárceles de Santa Martha Acatitla, Chiconautla y en un penal femenil de Nezahualcóyotl.

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