Parece difícil tomar partido en un tema que provoca la polémica más abrasiva y radical, pero cuando alguien me hace la eterna pregunta: “¿Por qué te gusta la Fiesta Brava?”, es en extremo fácil contestar.

De pequeña asistía a la plaza de toros de mi ciudad natal, tomada de la mano del abuelo. Esa primera entrada al tendido, a mis escasos cuatro años, fue para mí, al menos, el descubrimiento de un universo paralelo, un universo que en ese momento ya me parecía entretejido de leyenda y misterio; un universo en el que cada domingo mi pequeña humanidad apenas si se percataba de lo que quedaba fuera de la plaza. Lo demás no importaba; sólo merecía mi atención la danza casi mágica, casi inverosímil que sucedía a ras de la arena, que era a mi entendimiento un sueño perfumado de olés en ocasiones, o de improperios ininteligibles a ratos.

Al paso de los años fui dándome cuenta cabal de lo que sucedía conmigo al asistir a este espectáculo, bizarro para algunos, indefendible para otros; ineludible para mí. Lo que crecía era pasión, y no la pasión con que se abraza un crucifijo rogando perdones, sino la pasión clara y profunda, total e íntima; la que hace que tu piel toda se incendie, la que hace que tu corazón crezca en cada movimiento de los que en la arena se juegan la existencia: la zapatilla del torero tantas veces calzada, hoyando la arena en un momento infinito, como si todo lo demás se detuviera; el beso incesante e imparable del aire en el capote; la mano que, en un signo eterno, invita a Dios a la corrida…

¿Que por qué me gusta la Fiesta Brava? Si todo lo dicho anteriormente no bastase, me gustaría afirmar que habría que ponerse de pie en medio de una plaza, desplegar una misma su capote y esperar ahí, resueltamente, al invitado principal, al príncipe, al rey de este universo que imaginaba de pequeña: el becerro, el eral o el toro, y quedarse ahí, firme... y sentir al paso del animal, el arrebato de tu sangre agolpándose en el pecho. Y volver, dando media vuelta, y citar de frente —no al enemigo— al compañero, tu otra mitad, con quien se crea una imperceptible confidencia, en la que sólo caben el arte… o la tragedia.

Cierto es que la tragedia es parte fundamental de esta celebración: la sangre tiñe trajes, piel, carne, sueños y esperanzas, pero también nos adentra en una diversidad de expresiones a las que al igual que la Fiesta Brava, les dirige y los guía una sola voz: la pasión absoluta, brutal y avasalladora.

¿Que si defiendo lo indefendible? Yo lo veo de esta manera: la pasión es una bandera, y la bandera se defiende hasta el último suspiro, se pase por lo que se pase.

Hay tanto que pudiéramos decir sobre lo que nos gusta, que pareciera que todos los sinónimos de lo bello no fueran suficientes para podernos expresar. Sin embargo, la subjetividad de la que gozamos como seres humanos nos hace encontrar lo valioso en cosas diferentes. Ni bueno, ni malo, sólo es.

La tauromaquia se convirtió de pronto en la apología más bella al arte, la inteligencia, la naturaleza y la vida. En la cual los que se involucran apuestan a todo y nada a la vez, desde una entrada bien invertida hasta perder la vida en el ruedo.

Me gustaría tener una explicación científica de cómo esto pudo ser posible, cómo de un minuto a otro algo que me parecía bárbaro y descabellado tuvo sentido. No se me ocurre otra cosa que la simple curiosidad; la misma que me llevó a entender cómo es que un festejo se ha transmitido por generaciones. No se trataba de que cuando entrara a la plaza, el festejo me enamorara, la Fiesta Brava sólo me había abierto las puertas y yo estaba ahí para quedarme o para retirarme. No había razón para que juzgara a los hombres que estaban en el ruedo haciendo arte.

Cervantes, en El Quijote, se refiere a la libertad como el mayor don que el cielo dio al hombre, dicha libertad es la que ha permeado en el disfrute del arte vivo, del gozo de la fiesta y del homenaje a naturaleza. ¡Qué viva la Fiesta Brava!

*Aficionada práctica

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