El Estadio Corregidora registró un lleno. Uno de los equipos más odiados o amados, según sea el caso, del futbol mexicano visita a Gallos Blancos y es una ocasión especial para todos los que participan en el negocio del deporte.

Desde media semana, el club de Querétaro informó que los boletos estaban agotados. Eso fue evidente por la cantidad de gente y los congestionamientos viales alrededor del Estadio Corregidora. Media hora antes del partido el estadio, ya lucía una buena entrada.

En las calles cercanas, las banquetas son aprovechadas por los franeleros para estacionar autos y por 20 pesos cuidar el coche. Los oficiales de la Guardia Municipal no dicen nada al respecto.

Dos policías en motocicleta charlan con uno de los hombres, quien manotea y mueve la franela roja de manera rápida, mientras que los automovilistas que buscan un lugar para estacionarse siguen de largo, a pesar de tener espacio, pues los oficiales están a unos metros.

Las tiendas de conveniencia cercanas cierran sus puertas y atienden sólo por una ventana. Los encargados no se quieren arriesgar al robo hormiga, que se presenta de manera común en estas circunstancias.

Despachan cervezas y cigarros, en la mayoría de los casos. Los compradores abren las latas de inmediato y las toman en la calle, justo antes de entrar al estadio. Los puestos de tacos y otros antojitos hacen los preparativos, pues para ellos el negocio viene después del partido, cuando la gente sale y busca algo para cenar.

El operativo de seguridad por parte de las autoridades estatales y municipales es nutrido. Hay policías por todos lados, en labor persuasiva, nada más.

Afuera del estadio todos aprovechan la concentración de aficionados. Estaciones de radio, próximas funciones de lucha libre… es una romería. No faltan, como es costumbre, los puestos de comida. Las encargadas trabajan a marchas forzadas para atender a los aficionados que antes de entrar al Corregidora deciden comer algo, “para aguantar las emociones”.

Guajolotes o pambazos, como los piden quienes vienen de la Ciudad de México, gorditas de migajas y queso, tortas y, para acompañar, un refresco, cambian de manos rápidamente y desaparecen de los platos de la misma manera, ante la premura de ingresar al estadio para ver un partido que promete.

Metros más adelante, están las vendedoras de dulces, semillas, agua, chicles y cigarros sueltos. María de la Luz es una de esas vendedoras. Viene de Satélite y tiene que pagarle a una persona para que la traiga, además de los 80 pesos que debe dar al municipio por derecho de piso. “Y aún así me quieren quitar”, señala.

Apunta que las señoras de los puestos de gorditas y guajolotes se molestan por su presencia, porque, según le dicen, vende más barato que ellas. “La verdad doy un poco más caro. Tengo que recuperar lo que invierto. Gasto mucho en venir hasta acá”, apunta.

Precisa que dulces y refrescos sólo vende en el estadio cada vez que hay partido, ella vende bolsas de yute y plástico en los mercados. Ese es su modus vivendi, pues quedó viuda hace tres años y no ha podido cobrar su pensión, porque su difunto marido “tenía otra familia y están peleando como perros”.

Además, está enferma y un medicamento que le recetaron le causó una reacción adversa que le provoca úlceras en la piel, por lo que no puede trabajar de otra manera.

Así como ella, al menos una decena de mujeres venden en mesitas, que acompañan con una tinas repletas de hielo y latas de refrescos y botellas de agua.

La reventa no puede faltar, y más en estos partidos de alta convocatoria. Se camuflan bien, ante la presencia de los policías alrededor del estadio.

De manera discreta se acercan a los aficionados y les preguntan si quieren boletos. Así hasta que alguien pregunta “cuánto” y ya sueltan el precio. Si acceden a comprarlos a ese costo se lleva a cabo el intercambio.

Incluso, personas de quien menos se sospecharía se dedican a la reventa. Un hombre invidente, con una caja llena de dulces, además de ofrecer su mercancía, vende boletos, a pesar de no saber si quien está a un lado de él es un aficionado o un policía.

Un vendedor de gorras también intenta vender, aunque su actitud es más sospechosa. Con acento de la Ciudad de México dice que los policías están “muy mamones. No están dejando vender”. Las gorras son sólo la pantalla.

Adentro de las instalaciones del estadio, cuando ya se traspasaron las rejas del inmueble, las cosas son diferentes. Los patrocinadores oficiales tienen colocados sus puestos de manera formal. Alitas, automóviles, cerveza, tienen sus espacios bien definidos.

Un grupo musical ameniza la entrada de los aficionados, quienes observan a las chicas que cantan y toman algunas fotografías con sus teléfonos celulares. Cerca hay dinámicas relacionadas con el futbol; tiros penales, promocionados por un agencia de autos.

Las edecanes de los patrocinadores esperan la orden de su superior para formarse, tomar los estandartes de sus marcas y salir a dar “la vuelta olímpica” antes del partido. Quitan la cara de hastío y sacan su mejor sonrisa, a pesar de las decenas de celulares que las captan.

Luego de cumplir su trabajo, o al menos la primera parte, se sientan en donde pueden, para descansar unos momentos, pues llevan ya varias horas de pie y están cansadas.

Los estandartes son acomodados a un costado. Se sientan en el piso, mientras los aficionados pasan frente a ellas y mascullan algunas frases.

Las revisiones para acceder a las gradas son exhaustivas por parte del personal de seguridad privada del estadio. Es un partido de alto riesgo y deben cuidar al público, aunque ello no evitará que pase algún objeto prohibido.

Los aficionados de Gallos y Águilas se mezclan en las escaleras del estadio, suben tranquilos, esperando ver un buen espectáculos. Algunos se dirigen de inmediato a la barra de cerveza, donde muestran el comprobante de que pagaron sus bebidas con tarjeta de débito o crédito en un módulo que se ubica en la parte baja del estadio.

El árbitro da inicio al partido, todo lo demás no importa ya.

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