Nadie puede decirles que no son parte de la Iglesia, les dijo molesto el padre Bernardo, después de escuchar la travesía que hicieron por San Juan del Río. Insiste en que no importan las preferencias sexuales, todos sin excepción son hijos de Dios.

El padre accede a hacerte a ti a tu pareja una “liberación” para que se sientan más tranquilas, porque Dios acepta a todos, insiste. Cada viernes, como parte de un ejercicio periodístico, te sometes al mismo ritual a la misma hora. Te sientas al lado de tu pareja. En una repisa una figura de Jesús las observa, al lado de una botella que dice “el agua exorciza”, escrita con un marcador negro.

“Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre... perdona nuestro pecados y llévanos a la vida eterna”, inicia el sacerdote con los ojos cerrados y las palmas alzadas. “Si alguno de ustedes se siente mal, llame a un sacerdote para que rece la oración de la fe y se perdonen todos sus pecados. Encomendemos ante el señor a estas hermanas nuestras y les conceda su paz en el cuerpo y en su alma” prosigue.

El padre Bernardo abre un frasco de cristal y el olor a pomada se esparce en toda la habitación. Coloca el aceite sobre sus palmas y lo coloca en las sienes, “Jesús es mi pastor y nada me faltará”, repite con los ojos cerrados y sus manos encima de las cabezas. La oración se repite, se prolonga y de repente, un chorro de agua fría recorre el cuerpo.

Los rezos siguen y la presión en la cabeza, aunque no es intensa, continúa. El olor a pomada se intensifica. “El Señor es mi pastor y nada me faltará, el Señor es mi pastor y nada me faltará”, continúa sin respiro el padre Bernardo.

La sesión termina y se repite en cuatro ocasiones más. Recuerdas la primera vez que viste al padre Bernardo, cuando pactaron la cita para acudir cada viernes al exorcismo menor. Ese día acababa de llegar de bendecir una casa. Una familia acababa de perder a su hija más chica. Durante semanas la madre tuvo sueños y apariciones. La familia estaba desconsolada, su hija murió en un accidente vial.

Después recuerdas a Saúl, el chico moreno que conociste la tercera ocasión que visitaste a Bernardo. Al final de esa sesión, Saúl te esperó a ti y a tu pareja en la entrada de la parroquia. Sus ojos estaban rojos, y en sus manos un algodón limpiaba la unción de los enfermos.

“Escuchaba al diablo muy cerca, la respiración era bien pesada. No, eso fue demasiado”, dice Saúl al confesar que a pesar de que el diablo le pidió matar a alguien, no lo hizo. Algo en su interior le dijo que acudiera a la Iglesia.

Se divorció de su esposa por un chisme, un invento de infidelidad, dice mientras reconoce que no actuó con ella de la mejor manera, además acaba de perder su trabajo en una fábrica y no ha visto a sus dos hijos, desde ese día cuando se alteró demasiado.

Reconoce que la ira es su problema, y aunque ha estado en un par de ocasiones en el penal de San José El Alto, nunca le ha entrado a las drogas, “sólo puro pisto”, señala. Saúl va a regresar la próxima semana con el sacerdote. Traerá una botella de agua de la llave y una de agua purificada para que las bendiga el padre Bernardo y con eso, dicen, el demonio empezará a irse.

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